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16 septiembre, 2006

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La virtud comprada

“La colaboración ciudadana con las instituciones del Estado es algo que tendría que hacerse siempre sin recompensas. ¿Por qué hemos pagado recompensas? Porque la situación del país nos ha obligado a hacerlo, porque el grado de desconfianza que encontramos frente a las instituciones, el grado de indiferencia ciudadana, nos ha llevado también a utilizar este instrumento para romper esa indiferencia”. La frase anterior, tomada de una alocución reciente del presidente Uribe, resume la teoría oficial sobre el papel de las recompensas en la política de seguridad. Las recompensas, supone el Gobierno, son un mal necesario, una forma de soborno positivo, una especie de aceptación estoica de que la falta de compromiso ciudadano tiene que resolverse con plata.Por desgracia, esta visión pragmática de las recompensas desconoce 30 años de investigación científica. En 1970, Richard M. Titmuss argumentó que las compensaciones monetarias pueden reducir la responsabilidad ciudadana en particular y las virtudes cívicas en general. Para ilustrar su argumento, Titmuss utilizó el ejemplo de los donantes de sangre, cuya presteza a contribuir a una causa pública esencial parecía reducirse como resultado de la introducción de pagos monetarios. Según Titmuss, el dinero no sustituye la virtud, sino que la desplaza. O para el caso que nos ocupa, las recompensas no reemplazan la obligación moral, sino que la destruyen. Así las cosas, las recompensas no serían un instrumento para romper la indiferencia, como argumenta el Presidente, sino una herramienta para perpetuarla.Son muchos los ejemplos que han confirmado la intuición original de Titmuss. En una guardería israelí, el número de acudientes incumplidos aumentó sustancialmente después de la introducción de multas para los padres que arribaran a recoger a sus hijos más tarde de la hora prevista. Lo que antes era una obligación moral, se convirtió, con la multa, en una simple molestia económica. En Suiza, la proporción de ciudadanos dispuesta a aceptar la construcción de un reactor nuclear en su comunidad se redujo a la mitad cuando el gobierno propuso una compensación monetaria. Lo que antes era un llamado a la solidaridad, se convirtió, con el premio económico, en un contrato implícito de aseguramiento. El Gobierno pagaba la prima y los ciudadanos asumían el riesgo.Más allá de los argumentos de Titmuss, los incentivos pecuniarios pueden resultar contraproducentes cuando los controles son inadecuados y la verificación es imperfecta. En los Estados Unidos, los profesores comenzaron a falsificar los resultados de los exámenes estatales cuando el Gobierno decidió que sus puestos dependían de la ubicación de sus estudiantes en los mismos. En ese mismo país, los ejecutivos empezaron a maquillar los resultados de los balances de sus empresas cuando los accionistas decidieron pagarles con acciones. En Colombia, las implicaciones han sido más escabrosas: los militares comenzaron a fabricar “positivos” cuando el Gobierno decidió pagar por las bajas enemigas. Cuando la información es imperfecta, los incentivos pueden ser un arma de doble filo. Literal y metafóricamente.Muchas veces los incentivos económicos son necesarios. Pero su aplicación debería partir de un análisis detallado de sus efectos perversos y de sus problemas de implementación. En últimas, la forma puede ser tan importante como el fondo. Los Lunes de Recompensas, por ejemplo, son un espectáculo ocioso (casi impúdico) para una práctica cuestionable (un mal necesario, en el mejor de los casos). “Durante todos estos días haremos un esfuerzo para llamar la atención de los compatriotas sobre la necesidad de que todos practiquemos valores”, dijo el Presidente este jueves. Pero el próximo lunes estará entregando cheques a quienes decidieron cobrar por los supuestos valores que tanta atención merecen.