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agosto 2006

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La corrupción y el gasto social

A muchos hombres prácticos les gusta decir que este país está sobrediagnosticado. Que abundan los estudios, que sobran los informes, que pululan las consultorías. Que la reflexión diletante debería abrirle paso a la acción transformadora. Pero lo que no entienden los pragmáticos (los de ahora y los de siempre) es que los diagnósticos no brillan tanto por su abundancia, como por su pobreza. No es la cantidad de estudios, de informes o de opiniones lo que nos abruma, es su calidad.Tómese, por el ejemplo, el caso de la corrupción. Un problema en el cual los diagnósticos más repetidos no han podido ni siquiera dar con la secuencia correcta. O con la metáfora adecuada. Más que como la causa de los problemas económicos y sociales, la corrupción debería entenderse como la consecuencia de una crisis política de grandes proporciones; de un Estado que ha tratado de hacer más de lo que puede y que, en el proceso, ha terminado beneficiando a grupos poderosos, muchos de ellos ilegales. La corrupción es un síntoma de una enfermedad mayor, del crecimiento desordenado del Estado, de la glotonería social, del querer hacer mucho con muy poco: sin comunidades organizadas, sin capacidad administrativa y sin controles eficaces.En últimas, como lo ha propuesto, entre otros, el economista Alberto Alesina, la corrupción podría entenderse como el subproducto de políticas gubernamentales de intención benevolente (la disminución de la pobreza y la desigualdad). El aumento del gasto social termina, en muchos casos, propiciando la creación de grupos de buscadores de rentas que echan al traste (o a su bolsillo) las buenas intenciones. Esto es, los políticos progresistas, en su afán redistributivo, terminan favoreciendo a las adineradas mafias políticas. La Gata, sus émulos y sus secuaces pueden concebirse, entonces, como una consecuencia de la expansión del Estado. O de la obsesión colombiana por exhibir partidas sociales en los presupuestos sin reparar en las consecuencias. Tristemente, la chequera pública no ha sido la redención de los pobres, sino la gloria de los intermediarios políticos. Uno podría hablar, incluso, de una alianza inadvertida entre populismo y corrupción.Más aún, uno podría imaginarse un círculo vicioso en el cual la desigualdad contribuye a la expansión del gasto social (por cuenta de los discursos progresistas), y el mayor gasto social contribuye, a su vez, al enriquecimiento de unos pocos (por cuenta de las prácticas oportunistas). Así, el remedio termina exacerbando la enfermedad. Pero nadie parece inmutarse. Los gobiernos continúan echándole leños presupuestales al fuego de la corrupción, mientras, al mismo tiempo, promulgan decretos inocuos que exigen audiencias o demandan transparencia o multiplican el papeleo. Estas medidas, si acaso, logran molestar a los mismos corruptos que los gobiernos favorecen por cuenta del afán justiciero de los presupuestos.Por tal razón, cuando el Gobierno anuncia su intención de llegarles con cheques a millones de familias y con subsidios a miles de agricultores, y cuando los mandatarios locales piden más billones de pesos en transferencias, no parece aventurado predecir una multiplicación dramática de la corrupción. Uno quisiera creer que las buenas intenciones redundarán en buenos resultados. Pero la historia reciente no da pie para el optimismo. Seguramente el zar anticorrupción seguirá sentándose solemne en las audiencias y el Vicepresidente continuará irguiéndose indignado en los foros regionales; mientras tanto, el Presidente proseguirá parándose satisfecho en los consejos semanales a prometer más gasto social. No para la redención de los pobres, que seguramente no se cuentan en la audiencia, sino para la dicha de los oportunistas que adentro se frotan las manos con fruición.
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Colombia Tries, Yet Cocaine Thrives

El tema del fracaso de la lucha antidroga ha vuelto a discutirse esta semana a propósito de la publicación de un artículo sobre el Plan Colombia en The New York Times. Volver a insistir sobre lo mismo, parecería inútil: la reiteración de una teoría comprobada con la perfección milimétrica de la mecánica celestial. Pero existe un aspecto del problema sobre el que vale la pena recaer: el fracaso de la fumigación.

Dice The New York Times en su último reporte: “Desde el año 2000, los aviones fumigadores piloteados por estadounidenses y otros pilotos extranjeros, acompañados por helicópteros artillados, han rociado el equivalente a 2.600 veces la extensión del Central Park…Pero los cultivadores de coca como Jhon Freddy Romero no parecen preocupados…Una y otra vez, los aviones han fumigado el minifundio de Romero con defoliadores. Sin inmutarse, Romero repite la misma estrategia…replantar la coca en la frontera del bosque donde resulta mucho más difícil fumigar”. “A lo largo y ancho de Colombia, los cultivadores ocultan la coca bajo plantas de banano. Si sus cultivos son fumigados, podan las hojas, esperando salvar las raíces. Algunos van más lejos y ensopan las hojas con soluciones de varias clases, a la espera de debilitar los defoliantes”. Así, la fumigación se ha convertido, si acaso, en una molestia pasajera.
Pero lo sorpréndete de todo este asunto es que el mismo diario había dicho exactamente lo mismo seis años atrás cuando apenas estaba comenzando a discutirse el hoy cuestionado Plan Colombia. En un artículo titulado, proféticamente, “Colombia Tries, Yet Cocaine Thrives”, publicado el 20 de noviembre de 1999, The New York Times citó a un funcionario del gobierno colombiano de entonces que predecía el fracaso de la fumigación: “el día después parece que todo hubiera sido rociado con Napalm, pero cuatro meses más tarde todo está florecido de nuevo. Antes se les está haciendo un favor a los cocaleros pues se les ayuda a limpiar los lotes”. Otra de las fuentes citadas por el diario dijo, con una clarividencia que ya no sorprende: “para mi la fumigación no tiene sentido, sólo logra que los cultivos migren hacia otro lado”.
En últimas, sólo cabe preguntar (de nuevo) por la racionalidad de un estrategia cuyo fracaso no sólo ha sido probado por los hechos, sino previsto con tanta exactitud. ¿Cuantas veces habrá que rociar lo inextinguible para convencerse de que el ímpetu darwnista del negocio de la coca puede más que la tozudez de los políticos y el arrojo de los pilotos? Seguramente completaremos otros 2.600 parques centrales de aspersiones inútiles. Al fin y al cabo, en política, la acción infructuosa siempre ha sido más provechosa que la inacción racional.

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La economía de las telenovelas

Mientras en los Estados Unidos comenzó a emitirse una nueva versión de Betty, la fea, en Colombia se estrenó Sin tetas no hay paraíso, en medio de la polémica y la expectativa nacionales. Pero detrás de ambas novelas, aparentemente disímiles, existe una continuidad evidente. Como ha dicho el escritor venezolano Ibsen Martínez, la telenovela latinoamericana narra una sola historia: cómo escapar de la pobreza. O mejor, cómo ascender socialmente cuando coexisten instituciones débiles y escasas posibilidades de movilidad social. No sería equivocado describir el guión de todas las telenovelas (o al menos de la inmensa mayoría) como el aplazamiento perpetuo del momento final en el cual la humilde heroína experimenta un repentino cambio de estatus.

En el pasado, como también lo ha dicho Ibsen Martínez, en las telenovelas no se creaba riqueza. La mansión ya aparecía desde el primer capítulo, habitada por personajes jerarquizados. En este contexto, la única forma de ascenso social (para la pobre heroína que lloraba y lloraba) consistía en demostrar que su padre no era otro que el dueño de toda la fortuna. Como los estudios de ADN aún no existían, esa demostración podía tardar años, capítulos y capítulos de un serpenteo insoportable, de muchas vicisitudes inútiles, hasta que la verdad se revelaba y la paternidad reconocida le devolvía el estatus perdido a la heroína. Entonces, los ricos lloraban de envidia, y los pobres, de emoción.

En las telenovelas actuales, la creación de riqueza es más evidente. Pero usualmente por medios ilegales. En algunos casos, la corrupción es la fuente primera de las fortunas que se acumulan rápidamente, y las heroínas asumen el doble papel de beneficiarias de los negocios turbios y de víctimas de los negociantes inescrupulosos. En otras telenovelas, la fortuna se acumula por cuenta del narcotráfico. Y la historia cuenta, entonces, las vicisitudes de jovencitas pobres pero agraciadas (bien dotadas pero sin dote) que alcanzan sus sueños de fortuna por cuenta de los caprichos lujuriosos del capo de turno.

En Sin tetas no hay paraíso, por ejemplo, se relata la sinuosa historia de Catalina, de 32, a 38 y a 40. Como de costumbre, el repentino ascenso social vuelve a ser el tema predominante. Catalina “conoció de cerca, y en medio del más absoluto asombro, varias estrellas de televisión que idolatraba desde niña, varios políticos que muchas veces escuchó hablando de honestidad y justicia social y muchas modelos y actrices de cuyos afiches estaban tapizadas las paredes de su habitación… Bailó con las mejores orquestas nacionales y extranjeras… Tenía ropas por montones, anillos, pulseras, vestidos de diseñadores destacados, celulares con números bloqueados, agendas electrónicas, gafas italianas”. En fin, tuvo acceso a todos los símbolos de la riqueza y del poder, a los que había llegado por el atajo irresistible del narcotráfico.

Pero la historia no termina bien, pues en las telenovelas latinoamericanas sólo existen dos mundos posibles: la lotería de las riquezas heredadas o la tragedia de las riquezas ilegales de la corrupción y el tráfico de drogas. En las telenovelas no existe ninguna economía posible más allá de las estáticas fortunas rurales o de las dinámicas fortunas ilegales. Es una versión caricaturesca (populista, si se quiere) de nuestra realidad. Pero es también una versión cada vez más extendida y aceptada. Lo que viene a confirmar, después de todo, la fascinación de los latinoamericanos con las distintas formas de riqueza estúpida (la de la usurpación, la de la droga y la de la corrupción).

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Los peligros del multiculturalismo

El mundo está al borde de un ataque de nervios ante la perspectiva de un nuevo ataque terrorista a gran escala. Y así como se incrementa la seguridad en los aeropuertos y sube la histeria colectiva, así mismo crecen los análisis y las explicaciones. Muchos de los análisis, cabe anotarlo, tienen un aroma rancio de geopolítica enlatada. La furia islámica por las invasiones a Irak y a Afganistán. La venganza árabe por el apoyo de Inglaterra a Israel. La retaliación sunnita contra la coalición de Bush y Blair. Pero el hecho más notable de esta nueva intentona terrorista es que todos los sospechosos —24 de ellos ya han sido detenidos— son británicos. Musulmanes de fe, pero británicos de nacimiento. Jóvenes dispuestos a librar una guerra santa contra su propio país. Jihadistas que juegan al fútbol y escuchan la BBC.

Cuando los terroristas ya no viven en los desiertos de la periferia, sino en los suburbios de las metrópolis del primer mundo, la guerra adquiere otra dimensión. “¿Qué hacer entonces?”, preguntaba un bloguero esta semana con algo de ironia. “¿A quién toca bombardear? ¿A los condominios en High Wycombe o en Birmingham?”. Desde los atentados del 7 de julio, el gobierno laboralista de Blair ha venido tratando de lidiar con las comunidades musulmanas según los preceptos del multiculturalismo. La política oficial parece un paradigma de lo políticamente correcto. Los líderes religiosos han recibido el tratamiento de embajadores de sus comunidades, la educación en la fe islámica se ha financiado desde arriba y la promoción de la identidad religiosa se ha convertido en política de Estado.
El economista Amartya Sen ha llamado recientemente la atención sobre los peligros de esta política, sobre las trampas del multiculturalismo bienhechor. “Un musulmán británico —dice Sen— no es llamado a actuar dentro de la sociedad civil o en la arena política, sino como musulmán. Su identidad está mediada por su comunidad”. Las identidades religiosas, que el multiculturalismo oficial promueve, en un intento por mostrarse abierto y tolerante, han exacerbado el problema que pretenden resolver: han encerrado a los musulmanes en la estrechez de sus comunidades, han menoscabado la capacidad de los jóvenes de escoger y forjar sus propias identidades, y han convertido la educación en una forma extraña de adoctrinamiento subsidiado.
Las políticas multiculturales pueden contribuir a la desintegración social. En nombre de la tolerancia, se propicia la creación de una sociedad de compartimentos, donde la diversidad se valora en sí misma hasta el punto de convertirse en un disfraz. Amartya Sen propone un punto medio entre la asimilación absoluta favorecida por Samuel P. Huntington y el multiculturalismo pasivo puesto en práctica por el gobierno de Blair. El multiculturalismo, sugiere Sen, termina convirtiendo la sociedad en un colección de microdogmatismos que no se debaten entre sí y que se aborrecen mutuamente. Los políticos, sobra decirlo, toman el camino de lo políticamente correcto, pensando, no en las consecuencias, sino en las apariencias.
El fracaso de las políticas multiculturales en el Reino Unido no debería tomarse con ligereza. Los líderes de nuestras minorías étnicas, en particular, deberían dejar de lado su obsesión con la identidad y concentrarse en la búsqueda de la inclusión social. En lugar de insistir en ciertas formas elaboradas de etnoeducación o en la conservación de algunos zoológicos culturales o en la redención retórica, deberían enfatizar la integración racial, la participación política y las identidades múltiples. Pues como bien argumenta Amartya Sen, uno puede ser, al mismo tiempo, un ciudadano colombiano, de origen africano, de talante liberal, de sexo masculino y de gustos universales: el jazz, las novelas burguesas y el teatro.
En suma, las políticas multiculturales podrían, paradójicamente, hacernos cada vez más tristes. Más solitarios. Y más violentos.

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Piramides de población

Durante los años noventa, hubo dos fenómenos sociales sin muchos antecedentes en nuestra historia. El primero fue la migración externa. El segundo fue la violencia. Ambos fenómenos dejaron una cicatriz en las pirámides demográficas En la pirámide para todo el país los resultados apenas son evidentes pero en algunos municipios (o localidades) los efectos saltan a la vista.
Dos ejemplos ilustran los cambios demográficos. El primer ejemplo es la comuna Laureles-Estadio de Medellín. Una barrio de clase media-alta donde 9.2% de los hogares reportan que al menos uno de sus miembros vive en el exterior. La migración puede entreverse en el “hueco” de la mitad de la pirámide; esto es, en la ausencia de un porcentaje significativo de hombres y mujeres entre 30 y 40 años. La ausencia de este grupo podría, además, explicar el faltante de niños. Al irse los padres, se fueron los hijos. Literal y metafóricamente.

De otro lado, el efecto de la violencia es evidente en la pirámide del municipio de Puerto Berrio (Antioquia). En lugar de disminuir gradualmente, el porcentaje de hombres entre 15 y 19 años de edad cae abruptamente con respecto al porcentaje entre 10 y 14. Algo similar ocurre para los hombres entre 20 y 29. El contraste con la distribución de las mujeres es evidente. El boquete del lado izquierdo de la pirámide constituye la típica marca demográfica de un exceso de mortalidad de hombres jóvenes, como corresponde a una situación de violencia generalizada.

Fuente de los datos: Dane, Censo (2005).
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La década maldita

“Yo no sé si yo pongo a pensar al país, pero creo que lo pongo a recordar”, dijo alguna vez Alfonso López Michelsen. Lo mismo, casualmente, pudo haber dicho Virginia Vallejo, quien, con sus intempestivas declaraciones, nos puso a recordar los tumultuosos (y ya lejanos) años ochenta. Los reporteros gráficos reblujaron sus archivos y encontraron a los protagonistas del pasado (y del presente) contoneándose en blanco y negro con una dama cuya compañía marcó, en su momento, la frontera entre lo in y lo out. Entre la visibilidad y el anonimato. Entre el poder y la subordinación. Por ello, quizás, el gran rufián de aquellos tiempos se había enamorado de ella. Porque era un pasaporte seguro para ingresar a los círculos de poder. El equivalente sociológico a la codiciada acción del Club Unión (ya desaparecido como tantas cosas de entonces).

Pero volvamos a los ochenta. “La década incógnita”, escribió la revista Semana con ánimo especulativo. Quizás persistan, sobre aquellos años aciagos, algunas preguntas sin respuesta, muchos detalles desconocidos, varios negocios sin esclarecer (la mafia, bien lo sabemos, nunca lleva bien sus cuentas), pero la historia de los años ochenta no tiene nada de incógnita. Puede resumirse en una sola frase: la colusión del poder económico de la mafia (creciente desde mediados de los setenta) con el poder político de los partidos tradicionales (decreciente desde la misma época). Una colusión que comenzó con los coqueteos populistas de Escobar y terminó con la infiltración de la Asamblea Constituyente.
Muchos han interpretado la historia de los años ochenta como una muestra fehaciente de nuestros males sociales. Los juicios sociológicos abundan por todas partes: la corrupción de la clase política, la amoralidad de la dirigencia colombiana, la permisividad de la sociedad entera, etc. Los juicios sugieren una sociedad predispuesta, inmunológicamente debilitada, que sucumbió fácilmente ante el virus del narcotráfico. Una sociedad no sólo infiltrada por la mafia, sino entregada, vendida al mejor postor. Virginia Vallejo, sugieren los jueces sociológicos, no fue tanto un testigo excepcional como un símbolo perfecto de nuestras falencias morales. De la corrupción de una sociedad que decidió mayoritariamente subastar sus valores.
Ante tanta lógica culposa, incumbe, creo yo, moderar los juicios sociológicos. O procurar una interpretación más realista y menos moralista de nuestra historia. O aceptar que no existen (no pueden existir) vacunas sociológicas contra el virus corruptor del tráfico de drogas. O admitir que la historia de los años ochenta fue más una tragedia que una fábula aleccionadora. Los héroes merecen nuestro encomio, y los villanos, nuestro desprecio. Pero las moralejas son tan inútiles, como inevitable fue la colusión entre la política y el narcotráfico. Y como inevitable sigue siendo la influencia maldita del narcotráfico.
La historia de los años ochenta podría servir incluso para enfatizar nuestra reciedumbre social. Un punto ya hecho por la historiadora Patricia Londoño con respecto al caso antioqueño. “Lo sorprendente es que la sociedad antioqueña, luego de encarar por más de una década la amenaza del tráfico de drogas…, haya mostrado semejante grado de resistencia e incluso la capacidad de recuperación exhibida en los últimos tiempos por algunos sectores económicos, políticos, sociales y culturales”. Tan grande fue el embate que la recuperación, parcial o incompleta o incipiente, no habría sido posible sin la existencia de ciertos niveles de capital social. Parafraseando a Faulkner, no podemos decir que prevalecimos. Pero sobrevivimos los años ochenta. Y eso ya es mucho cuento.