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8 julio, 2006

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El cerebro político

Esta semana la revista de difusión científica Scientific American reportó los resultados de un experimento fascinante. Una mezcla inédita de neurología y ciencia política. En el experimento participaron adultos de ambos sexos con opiniones políticas radicales (el equivalente colombiano a los furibistas y a los dogmáticos de signo contrario). A cada individuo, por separado y de manera controlada, se le hizo la presentación de una serie de hechos objetivos que contradecían de manera irrefutable sus convicciones más arraigadas (es como si a los furibistas se les hubiese presentado las falencias más evidentes del Gobierno y a los opositores rabiosos, sus logros más obvios). Mientras se hacía la presentación de la evidencia, un conjunto de neurólogos monitoreaba, mediante imágenes por resonancia magnética (IRM craneana), lo que ocurría en el cerebro de los participantes.

Los hallazgos del experimento sorprendieron a los neurólogos (pero, creo, que no habrían sorprendido a quienes, por masoquismo o curiosidad, han intentado alguna vez leer las opiniones políticas de los participantes en los foros virtuales de la prensa colombiana). Los experimentos mostraron que las áreas del cerebro comúnmente asociadas con el pensamiento racional (ubicadas en la corteza prefrontal) no incrementaron su actividad como resultado de la evidencia incriminante. Por el contrario, las áreas asociadas con la emoción (ubicadas en la corteza frontal y posterior) experimentaron un crecimiento sustancial en la actividad neuronal. Incluso varias áreas asociadas regularmente con el placer sexual entraron en efervescencia. Es como si los participantes sintieran una emoción súbita al rechazar la evidencia que contradice sus convicciones. Una especie de orgasmo mental que nubla la capacidad racional.

Estos hallazgos son coherentes con la evidencia recopilada, de tiempo atrás, por sicólogos y otros científicos sociales; evidencia que se podría denotar genéricamente como el sesgo de confirmación: la tendencia a rechazar irracionalmente los hechos que contradicen nuestras opiniones y a aceptar emocionalmente los datos que las confirman. Uno no necesita un IRM craneano para darse cuenta de que cuando el Senador Robledo rechaza algunas de las ventajas incuestionables del TLC no está usando la razón. O para intuir que cuando el Presidente Uribe insiste en que las exenciones a la reinversión de utilidades (el tema más polémico de la nueva reforma tributaria) son fundamentales para el crecimiento económico está apelando más a la emoción que a la razón. “Es posible superar estos sesgos”, dijo uno de los neurólogos que participaron en el experimento, “pero ello requiere una forma despiadada de la introspección. Uno tiene que ser capaz de decir ‘pues si…conozco bien lo que quiero creer pero tengo que ser honesto’”.

Cuando las emociones dominan los juicios políticos, el escepticismo tiene que convertirse en una postura deliberada. Aprendida. Muchos analistas consideran que la existencia de información libre y extendida es suficiente para que la política sea eficiente (para que la soberanía popular se convierta efectivamente en sabiduría popular), pero lo que muestra la neurología política es una doble dificultad: no sólo tenemos que lidiar con los esfuerzos conscientes de los políticos para engañarnos, sino también con las fuerzas inconscientes del autoengaño.

En últimas, los experimentos neurológicos insinúan que el hombre no es una animal que busca la verdad sino la complacencia ideológica. Desde este punto de vista, los políticos serían los más humanos de los hombres. Quizás de allí precisamente deviene su poder: la capacidad de convencer a los otros depende de la facilidad con la que se convencen a si mismos. En esta nueva visión, los políticos no son simuladores, sino creyentes. Actores enamorados de su guión. Seres de emociones y de sinrazón. Demasiado humanos, quizás. Para nuestro bien y para nuestro mal.