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julio 2006

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Subsidios sin gasolina

A veces las decisiones públicas más cuestionables se toman a puerta cerrada. Por eso son cuestionables pero no cuestionadas. Porque ocurren sin que medien el debate político, el escrutinio público. Así ha ocurrido históricamente con los subsidios a los combustibles, los cuales se deciden de manera inadvertida, por fuera del presupuesto y por dentro del ejecutivo. El proyecto de presupuesto para el año 2007 que presentó el Gobierno a finales de la semana, busca corregir el entuerto histórico y contiene, por primera vez, una mención explícita al valor de los subsidios: 2,9 billones de pesos. En 2006 y 2005, los subsidios a los combustibles alcanzaron los 5 billones de pesos, un valor similar a las transferencias de la Nación para la totalidad del sector salud.
Los subsidios son calculados como la diferencia entre el llamado precio de paridad de importación y el precio real. Los subsidios han crecido de manera sustancial durante los últimos años, como consecuencia del aumento de los precios externos de los combustibles líquidos, el cual ha superado ampliamente el aumento de los precios internos. Quienes se quejan de las alzas permanentes de la gasolina no son conscientes de que las mismas habrían sido mucho mayores de no haber mediado la generosidad pública. Cada vez que los precios internos se rezagan con respecto a los externos, se está privando al fisco de recursos ingentes que podrían tener otros usos. Pero históricamente los subsidios no se han contabilizado como un mayor gasto sino como un menor ingreso corriente. La contabilidad fiscal ha terminado escondiendo la aberración social.
Pues los subsidios a los combustibles son abrumadoramente regresivos: una muestra paradójica de generosidad pública con los que tienen y pueden. Cabría incluso usar una imagen demagógica (pero no por tal equivocada): no es al reciclador en su zorra sino al ejecutivo en su burbuja a quien el Estado ha decidido, en esta oportunidad, darle una manito. Pero como las contradicciones ideológicas abundan en este país de contrastes, ha sido la izquierda quien ha defendido con más ahínco los subsidios a la gasolina. Para tal efecto, ha utilizado un discurso social similar al usado por el propio Gobierno con el fin de defender los subsidios agrícolas. La retórica populista muchas veces sirve para afianzar los privilegios y consolidar las injusticias.
Cuando el Gobierno hace explícitos los subsidios a los combustibles, inmediatamente invita a una pregunta retórica. ¿Por qué en lugar de insistir en una propuesta políticamente riesgosa y constitucionalmente dudosa como la ampliación de la base del IVA, una propuesta que implica un engorroso mecanismo de devolución que convertirá al Estado en un dispensador de cheques y aumentará la corrupción a tal punto que el Vicepresidente terminará pidiendo puesto en el comité organizador del mundial Brasil-2014, por qué, repito, el Gobierno no decide más bien empezar por el principio y propone la eliminación total de los subsidios a la gasolina en un período de dos o tres años? El trueque es sencillo: se cambia la gasolina por el IVA y hasta sobra plata para suavizar el furioso embate contra las rentas laborales.
Esta propuesta no sólo sería más razonable fiscalmente, sino más responsable globalmente. O para decirlo más directamente: nos pondría más a tono con el mundo. Con la crisis del Medio Oriente, con la voracidad china, con el cambio climático, con el terrorismo global, en fin, con el desajuste del mundo actual, cuya manifestación más evidente son los mayores precios del petróleo. Dejando de lado a las autarquías petroleras, los mayores precios son una realidad mundial que todos (los colombianos incluidos) deberíamos asumir. Así suene grandilocuente (o caricaturesco o ambas cosas a la vez), la eliminación de los subsidios a la gasolina constituye, en últimas, una muestra de responsabilidad y civilización.
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Uribenomics II

Van algunas de mis reacciones a los comentarios:

Empiezo con Luis Ernesto. No comparto su tesis radical según la cual se debe abolir la economía positiva y se debe asumir, en su lugar, una visión extrema de lo que supuestamente prescribe la Constitución. Si los subsidios permanentes son contraproducentes, no creo que sea violatorio de la Constitución abogar por su desmonte. Creo que este fundamentalismo constitucional es impracticable. Tienen visos casi delirantes: sólo falta sacar el botafumerio y arrodillarse ante la Constitución. Claro que hay que respetar las Constitución. Pero lo que hace Luis Ernesto es otra cosa: se inventa un Dios único y verdadero y se convierte en su incondicional misionero.


Sobre el impuesto de renta a las empresas, la cuestión es más compleja. Se trata de buscar un equilibrio entre las necesidades del fisco y los incentivos económicos. Jaime parece creer que bastaría con gravar a las personas: que todo el mundo pague, poquito o mucho según las capacidades de cada quién. Pero en una sociedad desigual, es muy ineficiente salir tras “los poquitos” de los pobres. Y en una economía informal, es muy costoso controlar la evasión y la elusión. Toca, entonces, gravar a las empresas, teniendo en cuenta las restricciones externas: que eran unas en una economía cerrada y son otras en una economía abierta. El problema es que la política del Gobierno no trata de encontrar el justo medio, sino de desvirtuarlo con favores y esguinces. Como el Presidente no tiene modelo (es un coleccionista de anécdotas), la política económica se ha convertido rápidamente en un compendio de excepciones.

Sobre la sopa de letras que menciona zangano, vale la penar traer a colación una columna que escribí hace un tiempo sobre el incidente de marras. “Todo comenzó con una historia difundida por un canal regional de televisión y publicada por el principal diario del país. La historia relataba las angustias de una madre bogotana obligada a servirle a su prole una ración de papel periódico humedecido en agua de panela con el fin de calmar el hambre–o al menos de aliviar sus síntomas. Después de la noticia vinieron los editoriales indignados, las opiniones alarmadas y las caricaturas perversas. Y más tarde vino la revelación de escándalo: las versiones contradictorias, las mentiras disimuladas y la caminata infructuosa del alcalde en busca de lo que los gringos llaman una photo opportunity. Al fin de cuentas, todo resultó un invento de un periodista sin tema. Un conjunto de mentiras en papel que no alimenta a nadie, ni literal ni metafóricamente”.

Sobre la discusión de Jaime y el usuario anónimo, cabría decir lo siguiente. Ambos creen que el Estado está capturado por buscadores de renta (apreciación que comparto). Jaime considera que los principales rentistas son docentes universitarios y burócratas estatales, mientras anónimo cree son empresarios infiltrados. Yo creo que hay algo de las dos cosas. Pero mucho más de la segunda que de la primera. La sola deducción del 30% (mencionada en el debate) costó un billón de pesos en 2005. Un valor superior al que transfiere el Gobierno Central a todas las universidades pública. Por tal razón, son tan irritantes los esguinces tributarios, porque exacerban un orden injusto.

Sobre los subsidios a los pobres, todos estamos más o menos de acuerdo: nada resuelven pero aseguran la viabilidad política del Uribenomics.

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Uribenomics

Dos cosas habría que decir sobre el discurso pronunciado por el presidente Uribe en la instalación del Congreso. Primero, fue un discurso primordialmente económico. Cincuenta minutos de oratoria escueta sobre finanzas públicas, sólo interrumpidos por dos breves referencias a la reforma de la justicia y a la reelección de alcaldes y gobernadores. Y segundo, el discurso fue un inventario deshilvanado de iniciativas, un recital de promesas sin orden aparente. Casi un álbum de fotos dispuestas al azar que sugiere varias cosas pero que no revela ninguna historia precisa. Ningún modelo. Ninguna teoría.
Entre otras muchas cosas, el Presidente prometió ventajas tributarias para las empresas que aumenten sus inversiones (“se propone una fórmula agresiva para que los contribuyentes puedan deducir el monto de sus inversiones durante el primer año de haberlas realizado”) y descuentos de impuestos para quienes adquieran acciones de empresas del sector agrícola (“estos incentivos tienen que empujar el propósito de convertir a Colombia en gran productor de combustibles biológicos”). Al mismo tiempo, anunció más transferencias en efectivo para las familias de escasos recursos, más auxilios directos para los ancianos indigentes, más subsidios de salud, así como devoluciones en efectivo para los hogares de los estratos bajos y apoyos directos a los productores agrícolas.
Pero detrás de la forma deshilvanada del discurso, puede vislumbrarse un esbozo de modelo económico. Las fotografías en desorden sugieren una historia en formación. El modelo económico del segundo mandato de Uribe parece estar basado en una mezcla de descuentos tributarios para las empresas y auxilios directos para los pobres. Un cruce extraño entre la doctrina tributaria del Wall Street Journal (menos impuestos, más crecimiento) y la política de gasto de la socialdemocracia (asistencialismo permanente para la mayoría). Una hibridación peculiar entre los estímulos dudosos del Reaganomics y los subsidios cuestionables del Estado de Bienestar. En últimas, el modelo es sencillo. Para incentivar las inversiones, se ofrecen regalos tributarios. Para paliar la indigencia, se reparten auxilios monetarios.
Pero lo grave de todo este asunto es la ineficacia de cada uno de los esquemas propuestos: de la mano derecha y la mano izquierda del modelo uribista. Los estímulos tributarios, de un lado, son inocuos en el mejor de los casos y perjudiciales en el peor. Ya lo dijo Paul Krugman en su reciente visita al país: “la verdad es que los incentivos tributarios a las empresas no garantizan un aumento de la inversión ni del crecimiento y sólo benefician a la gente rica”. Los subsidios estatales, de otro lado, disminuyen la formalización del empleo y aumentan la vulnerabilidad fiscal. El asistencialismo permanente, tarde o temprano, se revela como dañino para los hogares e insostenible para el fisco.
Pero el modelo económico de Uribe tiene otro elemento esencial: el exceso de dinamismo. Si los empresarios necesitan estímulos para invertir y los pobres subsidios para vivir, el Gobierno tiene necesariamente que asumir un papel preponderante. La diligencia debe ser permanente. La mano derecha y la mano izquierda tienen que estar en continuo movimiento. El repartir, repartir y repartir requiere de un incesante trabajar, trabajar y trabajar. Lástima que, al final de cuentas, tanta actividad resulte infructuosa. Pues la verdad del asunto (la triste verdad del asunto) es que los subsidios (a ricos y pobres) no traerán ni mayor crecimiento, ni menor pobreza.
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La tragedia de la felicidad

“A pocas cosas nos dedicamos los seres humanos con tanto ahínco como a la infelicidad. Si un maligno creador nos hubiese colocado sobre la Tierra con el único propósito de hacernos sufrir, tendríamos buenas razones para felicitarnos por nuestra entusiasta respuesta ante semejante tarea”, dice con elocuencia Alain de Botton. Pero toda regla general tiene sus excepciones. Los colombianos, aparentemente, hemos logrado escapar el destino inevitable de la infelicidad. O al menos hemos puesto menos ahínco en la tarea innoble de la tristeza. Así lo señalaron esta semana varios informes de prensa que daban cuenta de un estudio, realizado por una fundación norteamericana, en el cual se clasificó a Colombia como el segundo país más feliz del mundo después de una pequeña y desconocida isla del Pacífico.

Las explicaciones periodísticas no se hicieron esperar. La felicidad, se dijo, está relacionada con la capacidad de gozarse la vida (¡uuepa je!), con los apegos comunitarios tradicionales, con el ritmo sosegado del trópico y con el rechazo cultural de la opulencia. Todas las explicaciones parecían variaciones sobre la tesis previsible del buen salvaje. No casualmente el país más feliz del mundo es una isla del Pacífico. La patria intelectual de los salvajes satisfechos. Allí donde Margaret Mead había imaginado, engañada por dos adolescentes delirantes, su propio mundo feliz. Y allí donde Rousseau había concebido una felicidad espontánea fincada sobre la falta de posesiones materiales y la ausencia de instituciones corruptoras.
Pero la tesis del buen salvaje tiene la desventaja del bienpensantismo. Parece sugerir una especie de justicia divina: riqueza para unos y felicidad para otros. No creo, en concreto, que la felicidad colombiana tenga mucho que ver con un fantasma romántico. Quizás la supuesta felicidad de este país de infortunios sea una consecuencia inesperada de sus mismas falencias. De sus injusticias atávicas. De la falta de movilidad social y la resignación cristiana de buena parte de la población. Del sosiego mental que otorga no sentirse dueño de su propio destino. De la comodidad moral que produce el saberse víctima del sistema. De la renuncia a las pretensiones que ocasiona la aceptación pasiva de un origen socioeconómico desfavorable. La exclusión, en últimas, doblega el espíritu hasta hacerlo feliz.
Hace ya muchas décadas, Alexis de Tocqueville señaló la correlación diabólica entre felicidad y falta de movilidad social. O mejor, entre infelicidad y movilidad social. “Cuando… todos los ciudadanos pueden aspirar a cualquier profesión e incluso llegar a la cima de cada una de ellas por su propio esfuerzo, parece abrirse un porvenir realizable a la ambición de los hombres. Pero esta es una impresión errónea que la experiencia viene a disipar día tras día… a la cual habría que atribuir la singular melancolía que demuestran los habitantes de los países ricos en medio de su abundancia, y ese desgano de vivir que a veces invade su existencia cómoda y tranquila”. En suma, si esperamos ser mucho más que las generaciones pasadas corremos el riesgo de ser mucho menos que nuestros sueños.
Como lo sugiere De Tocqueville, la felicidad constituye una meta social cuestionable. Así, deberíamos propender no tanto por la multiplicación de la felicidad, como por la aceleración de la movilidad. Por una sociedad dinámica, donde los inconformes agobiados sean la regla, no la excepción. Donde el frenesí de la movilidad no deje lugar para el aburrimiento aunque pueda dar pie a la infelicidad de no llegar y no poder culpar a nadie. Por una sociedad donde la mayoría pueda mirar hacia atrás y repetir con el poeta, “fui feliz pero me aburrí tanto”.
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El cerebro político

Esta semana la revista de difusión científica Scientific American reportó los resultados de un experimento fascinante. Una mezcla inédita de neurología y ciencia política. En el experimento participaron adultos de ambos sexos con opiniones políticas radicales (el equivalente colombiano a los furibistas y a los dogmáticos de signo contrario). A cada individuo, por separado y de manera controlada, se le hizo la presentación de una serie de hechos objetivos que contradecían de manera irrefutable sus convicciones más arraigadas (es como si a los furibistas se les hubiese presentado las falencias más evidentes del Gobierno y a los opositores rabiosos, sus logros más obvios). Mientras se hacía la presentación de la evidencia, un conjunto de neurólogos monitoreaba, mediante imágenes por resonancia magnética (IRM craneana), lo que ocurría en el cerebro de los participantes.

Los hallazgos del experimento sorprendieron a los neurólogos (pero, creo, que no habrían sorprendido a quienes, por masoquismo o curiosidad, han intentado alguna vez leer las opiniones políticas de los participantes en los foros virtuales de la prensa colombiana). Los experimentos mostraron que las áreas del cerebro comúnmente asociadas con el pensamiento racional (ubicadas en la corteza prefrontal) no incrementaron su actividad como resultado de la evidencia incriminante. Por el contrario, las áreas asociadas con la emoción (ubicadas en la corteza frontal y posterior) experimentaron un crecimiento sustancial en la actividad neuronal. Incluso varias áreas asociadas regularmente con el placer sexual entraron en efervescencia. Es como si los participantes sintieran una emoción súbita al rechazar la evidencia que contradice sus convicciones. Una especie de orgasmo mental que nubla la capacidad racional.

Estos hallazgos son coherentes con la evidencia recopilada, de tiempo atrás, por sicólogos y otros científicos sociales; evidencia que se podría denotar genéricamente como el sesgo de confirmación: la tendencia a rechazar irracionalmente los hechos que contradicen nuestras opiniones y a aceptar emocionalmente los datos que las confirman. Uno no necesita un IRM craneano para darse cuenta de que cuando el Senador Robledo rechaza algunas de las ventajas incuestionables del TLC no está usando la razón. O para intuir que cuando el Presidente Uribe insiste en que las exenciones a la reinversión de utilidades (el tema más polémico de la nueva reforma tributaria) son fundamentales para el crecimiento económico está apelando más a la emoción que a la razón. “Es posible superar estos sesgos”, dijo uno de los neurólogos que participaron en el experimento, “pero ello requiere una forma despiadada de la introspección. Uno tiene que ser capaz de decir ‘pues si…conozco bien lo que quiero creer pero tengo que ser honesto’”.

Cuando las emociones dominan los juicios políticos, el escepticismo tiene que convertirse en una postura deliberada. Aprendida. Muchos analistas consideran que la existencia de información libre y extendida es suficiente para que la política sea eficiente (para que la soberanía popular se convierta efectivamente en sabiduría popular), pero lo que muestra la neurología política es una doble dificultad: no sólo tenemos que lidiar con los esfuerzos conscientes de los políticos para engañarnos, sino también con las fuerzas inconscientes del autoengaño.

En últimas, los experimentos neurológicos insinúan que el hombre no es una animal que busca la verdad sino la complacencia ideológica. Desde este punto de vista, los políticos serían los más humanos de los hombres. Quizás de allí precisamente deviene su poder: la capacidad de convencer a los otros depende de la facilidad con la que se convencen a si mismos. En esta nueva visión, los políticos no son simuladores, sino creyentes. Actores enamorados de su guión. Seres de emociones y de sinrazón. Demasiado humanos, quizás. Para nuestro bien y para nuestro mal.

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Transferencias y regalías

Quisiera comenzar esta columna con un hecho peculiar al que llamaré la paradoja de los titulares: la relación inversa entre el tamaño del titular y la relevancia de la noticia. “‘Pobreza no ha bajado’: Universidad Nacional”, tituló esta semana, a varias columnas, la sección económica del diario El Tiempo. El titular hacía referencia a un estudio de la Universidad Nacional, contratado por la Contraloría General de la Nación, según el cual los cálculos oficiales presentan yerros metodológicos evidentes que llevan a una sobrestimación de la mejoría social. En apariencia, se trata de una discusión metodológica fundamental. Pero, en realidad, no es más que un debate ideológico disfrazado de polémica instrumental. Una discusión oblicua. Exasperante. Y, en últimas, irrelevante para el diseño y la operación de la política económica y social.

“‘Tolú y Coveñas malgastaron sus regalías’: Contraloría”, tituló el mismo día, el mismo diario, de manera tímida, inconspicua. La noticia aparece en una sección interior, perdida entre los obituarios, alejada de los temas económicos del día. De acuerdo con un informe de la Contraloría, los municipios de Tolú y Coveñas recibieron 59 mil millones de pesos entre 2001 y 2005 por concepto de regalías portuarias, pero “los índices de pobreza se han disparado, no hay matadero, las calles están en pésimo estado, el paseo peatonal se está cayendo y las playas están deterioradas”. La paradoja es evidente. El despilfarro de las regalías luce varios órdenes de magnitud más relevante que las polémicas instrumentales o que las rencillas ideológicas entre entidades públicas. Pero así no parecen reflejarlo los titulares.
El tema de las regalías, en particular, debería ser motivo de un intenso debate nacional, no sólo por los ejemplos cada vez más descarados de corrupción y desperdicio, sino también por la ventana de la oportunidad que abre la inevitable reforma al régimen de transferencias. La reforma de las transferencias, en mi opinión, tiene que ir más allá de la simple definición de la tasa de crecimiento de los recursos y debe abordar de manera simultánea la distribución regional de los mismos. Esta intención implica no sólo una modificación de la Ley 715 de 2001, que define los criterios y fórmulas de distribución, sino también un cambio en la ley de regalías, que estipula la participación regional en la riqueza nacional. Sin una modificación profunda en la distribución de las regalías, cualquier reforma a la descentralización quedaría incompleta.
Según lo enuncia el Artículo 356 de la Constitución y lo desarrolla la Ley 715 de 2001, la distribución regional de los recursos de educación y salud obedece primordialmente a criterios de eficiencia (la cantidad recibida depende de la población atendida), mientras la distribución de los recursos de saneamiento básico (y otras partidas menores) obedece principalmente a criterios de equidad (la cantidad recibida depende de las necesidades percibidas). En términos generales, la situación actual consigue un equilibrio adecuado entre eficiencia y equidad, y los intentos reformistas deberían orientarse a solucionar los problemas de implementación más que a cambiar los criterios de distribución.
Pero algo muy distinto ocurre con las regalías. La equidad y la eficiencia no aparecen por ninguna parte. El único criterio aparente, más implícito que explícito, parece ser que quien se gane la lotería (así el premio se pague con la plata de todos) tiene derecho a malgastarla a su antojo. Así las cosas, una distribución más eficiente y equitativa de una riqueza que no sólo le corresponde a unas pocas regiones, sino que le pertenece al país entero debería convertirse en una prioridad nacional. Tristemente, el país parece ocupado en otros menesteres: la Contraloría está dedicada a la aritmética; el Congreso, a los puestos; el Gobierno, a la politiquería, y los medios, a divagar sobre todo lo anterior. Una paradoja. O mejor dicho, una tragedia.