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junio 2006

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Advertencias

Alan Jacobs (un profesor de inglés de un college norteamericano) hizo esta semana un despiadado ataque a los blogs. Transcribo uno de los párrafos más representativos de su furioso ensayo:

No hay privacidad: todas las conversaciones son completamente públicas. El arrogante, el ignorante, el terco como una mula amenazan constantemente con ahogar al profeta, o para esa gracia al que apenas si algo sabe, o como mínimo tratan de abrumarlo con su masiva presencia. No se trata aquí de insultar a la muy amada –aunque reciente– institución de la blogosfera cuando se dice que los blogs no pueden hacerlo todo bien. En este momento, y hasta donde se puede prever, la blogosfera es la amiga de la información pero la enemiga del pensamiento.

Para responder a Jacobs. O mejor, para evitar que los blogs se conviertan en los enemigos del pensamiento (en una forma de desinteligencia colectiva en la cual la suma de las parte supera el caótico todo de nuestras discusiones), cabe recurrir a otro profesor de inglés, Robert J. Gulpa, quien publicó, hace ya varios años, un breve ensayo titulado “Nonsense: a handbook of logical fallacies”. Digo que cabe recurrir a Gulpa porque la particular arquitectura de los blogs los hace especialmente vulnerables a los atajos retóricos, a la simple enunciación de prejuicios, a los diálogos de unos sordos peculiares (pues unen al mal evidente de la sordera, la virtud peligrosa de la elocuencia). En fin, creo que no está demás reparar en algunos de las deformaciones enunciadas por Gulpa, que traduzco libremente como una advertencia (para el suscrito y sus corresponsales):
1. Creemos en lo que queremos creer.
2. Generalizamos a partir de casos específicos.
3. Confundimos (muchas veces a propósito) lo irrelevante con lo relevante.
4. Sobresimplificamos la discusión.
5. Nos vamos por las ramas hasta perdernos definitivamente.
6. No examinamos la evidencia antes de concluir. Al revés: concluimos y después buscamos la evidencia.
7. Somos selectivos de manera perversa: acogemos lo que nos sirve y descartamos lo que nos estorba.
8. Gastamos más tiempo buscando justificaciones que aprendiendo de nuestros yerros o que subsanando nuestras ignorancias.
9. Replicamos tan rápida como implacablemente. La inercia de nuestras emociones es mucho más poderosa que la de nuestras razones.
10. A veces ni siquiera escribimos lo que pensamos. Insistimos por pugnacidad y por amor propio.
En suma, no son los blogs los enemigos del pensamiento; somos nosotros mismos. No estoy libre de pecado pero me atrevo a lanzar algunas piedras.

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La tropa de nostálgicos

En la tarde del 17 de julio de 1994, en la ciudad de Pasadena, California, tuvo lugar el mayor anticlímax en la centenaria historia del fútbol (la FIFA fue creada en 1904). Ese día, Brasil e Italia se enfrentaron en la final de la Copa del Mundo y ninguno consiguió anotar un solo gol después de un juego tedioso. “No hubo nada nuevo allí. Sólo cautela. Más un juego de ajedrez que de fútbol. Un anticlímax terrible. Un empate cero a cero impuesto tácticamente” escribió un famoso comentarista deportivo, exaltado ante la ineficacia (e inapetencia) ofensiva de los reyes del mundo. Cuatro años atrás, en Roma, Italia, las cosas no habían sido muy diferentes: Alemania derrotó a Argentina con un solitario penalti, anotado en los minutos finales de un juego espantoso. Nunca antes, en la historia de la especie, el entretenimiento había sido tan aburrido. El mundo entero pareció bostezar al unísono. Una protesta tan callada como elocuente.

Estas dos tardes aciagas (las primeras finales de la década del noventa) constituyen, para muchos comentaristas, una prueba fehaciente de que el fútbol cambió ineluctablemente en las postrimerías del odioso Siglo XX. Las explicaciones abundan. Algunos hablan de la influencia corruptora del dinero (la culpa es de las grandes corporaciones), otros mencionan la autarquía perversa de la Fifa (la culpa es de una organización paraestatal dominada por los países poderosos). Coincidencialmente, los comentaristas deportivos parecen interpretar las tendencias mundiales con base en las mismas teorías trilladas de los antiglobalizadores. Todo se reduce a una conspiración perversa de los dueños del mundo. De la explotación global al aburrimiento mundial.

Pero quienes perciben un deterioro permanente y sustancial en la calidad del juego a partir de 1990 están siendo víctimas de la enfermedad de la nostalgia. La felicidad sólo existe en la nostalgia, dice Fernando Vallejo: una afirmación general que parece cumplirse con fuerza particular entre los aficionados al fútbol, tan dados a rendirse ante el fetiche del pasado. Pero la verdad del asunto es que, dejando de lado dos o tres jugadores excepcionales, accidentes históricos que no inciden sobre el promedio, la calidad del juego no ha cambiado mucho en los últimos cuarenta años. Desde un punto de vista meramente estadístico, el número de goles por partido no ha variado desde Inglaterra-66. Incluso fue mayor en Estados Unidos-94 (2,71) que en Alemania-74 (2,55), Argentina-78 (2,68) y México-86 (2,54). Las apariencias engañan, sobre todo si se miran a través del lente borracho de la nostalgia.

La calidad del juego (al menos bajo la métrica estrecha del número de goles por partido) sí cambió de manera permanente. Pero no lo hizo a comienzos de los años noventa, sino a mediados de los años sesenta. Fue entonces cuando la marcación hombre a hombre, la trampa del fuera de lugar y las tácticas defensivas se generalizaron. Fue entonces cuando Helenio Herrera introdujo el catenaccio, y cuando sus discípulos en Sur América lograron, con tácticas ultradefensivas, que dos mediocres equipos argentinos (Racing y Estudiantes de la Plata) alcanzaran cierta preeminencia orbital. Y fue entonces cuando la táctica defensiva (un pleonasmo) se convirtió en la fijación de los directores técnicos. Entre 1965 y 1970, el promedio de goles por partido en las ligas europeas más prestigiosas cayó de 3,5 a 2,5. Desde entonces no ha cambiado. Ni en las ligas, ni en los mundiales.

En suma, el fútbol defensivo ya alcanzó la mayoría de edad: según los análisis más convincentes está cumpliendo cuarenta años. Una verdad difícil de aceptar para la tropa de nostálgicos que sigue insistiendo, como corresponde a su naturaleza, en que todo tiempo pasado fue mejor. Pero una verdad que, al menos, mantiene una coherencia poética con la realidad. El fútbol actual (que, insisto, ya llega a los cuarenta) se parece a la vida de los adultos: muchos momentos de tedio puntuados por dos o tres instantes felices. Eso es todo.

Los interesados en los detalles de la historia pueden consultar mi artíulo “Is soccer dying? A time series approach”.
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La bonanza de confianza

“En el siglo pasado, el general Pedro Nel Ospina emprendió unas obras importantísimas que fueron una bonanza en ese momento. Se financiaron con la indemnización de Panamá. Primero el gobierno del General Rojas Pinilla y más adelante los gobiernos de los doctores López Michelsen y Belisario Betancur, gozaron bonanzas cafeteras. Caño Limón, Cusiana, Cupiagua, trajeron bonanzas. Hemos tenido las bonanzas ilegítimas, que finalmente tanto daño han hecho: la de la marihuana y la de la coca…Yo diría que actualmente Colombia goza de confianza…Yo veo que el país tiene hoy bases de una bonanza de confianza”.

Las palabras anteriores fueron pronunciadas, de manera reiterativa, por el Presidente Uribe durante la campaña presidencial. Las mismas resumen con elocuencia la hipótesis oficial sobre la causa preponderante de la reactivación económica; hipótesis que puede resumirse en una sola frase: la bonanza de confianza. En contraste con otras coyunturas similares, argumenta el Presidente, la prosperidad en ciernes no está siendo jalonada por circunstancias externas (efímeras y variables), sino por condiciones internas (duraderas y estables). La recuperación, se sugiere, no depende del albur de la geología o de los vaivenes de los precios de las materias primas o del capricho de la ayuda extranjera, sino de un estado de ánimo expansivo fundado en la gestión del Gobierno. En últimas, la tesis oficial constituye la elaboración de una vieja teoría de John M. Keynes, según la cual “una proporción significativa de la actividad económica depende del optimismo espontáneo”. Salvo que en este caso el optimismo no es espontáneo, sino inducido desde arriba por el liderazgo presidencial.
Pero los acontecimientos económicos de las últimas semanas han puesto de presente que la supuesta bonanza de confianza puede ser tan pasajera como las bonazas anteriores. Si antes dependíamos de las impredecibles heladas del Brasil, ahora dependemos de las inescrutables declaraciones de los banqueros centrales del mundo desarrollado. Como escribió el mismo Keynes, las inversiones de portafolio dependen de “la psicología de masas de un gran número de ignorantes” y suelen cambiar “violentamente como resultado de fluctuaciones repentinas en la opinión pública”. Y cuando las inversiones se frenan de manera súbita, usualmente se invierte el signo de la economía. Así, la bonanza de confianza podría desvanecerse en el aire, tal como se desvanecieron las bonazas anteriores. La psicología colectiva, sobra decirlo, es tan caprichosa como la misma naturaleza.
Detrás de la bonanza de confianza, existe un problema cognitivo ampliamente estudiado: la interpretación causal de los patrones aleatorios. Tanto en la vida diaria como en la política, somos reacios a asignar a la buena o a la mala suerte lo que ocurre en la realidad. Siempre estamos en busca de un talismán. De alguien (o de algo) a quien podamos echarle la culpa o asignarle la gracia. De un depositario de nuestra fe causal y de nuestra confianza determinista. Así, los gobernadores de los estados productores de petróleo en los Estados Unidos tienden a ser reelegidos cuando los precios suben y a ser derrotados cuando los precios bajan. En la India, los gobiernos se caen en los años de sequía y se fortalecen en los años de lluvia. Sistemáticamente, se confunde la suerte con la gestión.
En últimas, la tesis de la bonanza de confianza plantea un contagio mutuamente beneficioso entre economía y política. La confianza en el gobierno nutre la confianza en la economía, y viceversa. Pero un cambio en las condiciones externas (ya previsible) podría invertir el sentido de la retroalimentación, y de la bonanza de confianza podríamos pasar a la destorcida del optimismo. Un escenario inevitable que mostrará, una vez más, la naturaleza efímera de todas nuestras bonazas.
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De Omaha a Medellín

Cabría comenzar esta columna con un nombre extraño: Constantine Alexandre Papadopoulos. Nieto de inmigrantes griegos que se establecieron en Nebraska. Hijo del abnegado propietario de un pequeño restaurante en el centro de Omaha. Educado en un colegio jesuita en medio de una comunidad conservadora y laboriosa. Inicialmente estudió filología e historia hispanoamericana en la Universidad de Stanford, y posteriormente cinematografía en la Universidad de California. Hoy el mundo lo conoce como Alexander Payne, ganador de dos premios Oscar y dos Globos de Oro. Probablemente el director independiente más importante del mundo.


Con la excepción de Sideways (Entre copas), todas las realizaciones previas de Payne fueron filmadas en Omaha. Incluso su próxima película, todavía en ciernes pero esperada desde ya con impaciencia, tendría el predecible título de Nebraska. A pesar de que Payne ha dicho de manera reiterativa que no quiere ser recordado como “el tipo de Nebraska”, sus obsesiones geográficas revelan una inclinación sociológica evidente, una preferencia innegable por escrutar las transformaciones invisibles pero definitivas de una sociedad tradicional. Toda visión artística tiene un sesgo sociológico, asociado usualmente al origen geográfico del implicado. Payne, cabe reiterarlo, creció en un entorno social (el Medio Oeste norteamericano) escindido entre lo arcaico y lo moderno.

Pero allí no termina la geografía del asunto. Cuando apenas había cumplido veinte años de edad, a comienzos de los años ochenta, Alexander Payne vivió durante varios meses en la ciudad de Medellín, mientras completaba el trabajo de campo para su tesis de grado de la Universidad de Stanford. Como resultado de su investigación, quedó el artículo “Crecimiento y cambio social en Medellín, 1900-1930”, publicado en el primer número de la revista de la Fundación Antioqueña para los Estudios Sociales (FAES). Seguramente Constantine Alexandre Payne (así firmó el artículo de marras) encontró muchas afinidades entre la Medellín de comienzos del siglo XX y su natal Omaha: la religiosidad, el etos igualitario, el gusto por el trabajo y el arribismo soterrado, todas características de la ética protestante de los antioqueños que ha fascinado a varias generaciones de científicos sociales.

En su artículo, Payne incluyó la siguiente cita, tomada de un cuento popular antioqueño escrito en las postrimerías del siglo XIX: “Julio era hijo de un rico minero que vino a establecerse a Medellín. Educado a medias, primero en el antiguo Colegio del Estado y más tarde en uno de los establecimientos de los Estados Unidos, era un verdadero tipo del siglo, un conjunto heterogéneo de intolerancia y bondad, de buenas maneras y salidas bruscas e inesperadas, de arranques de generosidad y movimientos coléricos, de sentimientos cristianos y humanitarios, e impulsos perversos y salvajes. Era una muestra del híbrido, resultado de la rudeza campesina y la educación cortesana”.

Cien años después, esa caracterización del espíritu antioqueño sigue teniendo mucha vigencia. Payne ha expresado varias veces su fascinación por los antioqueños. Incluso su deseo de filmar una película sobre los arrieros paisas del siglo XIX. El costumbrismo antioqueño nunca había estado tan cerca de Hollywood.