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6 mayo, 2006

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2014: 1984 treinta años después

Después de varios intentos, inicialmente frustrados por una minoría que seguía creyendo en la preponderancia de las libertades individuales, la propuesta de un ex presidente colombiano había sido incorporada en la nueva legislación migratoria, aprobada hace dos años por el Congreso estadounidense. Cada país latinoamericano había recibido una cuota de trabajadores temporales (TWs)—la cuota Colombiana ascendía a 10.000 TWs anuales—, los cuales podían permanecer hasta tres años en los Estados Unidos, pero no sin antes aceptar la implantación de un identificador de radio frecuencia. Todavía se recuerda que fue el mismo ex presidente colombiano quien se hizo instalar el primer aparatico en su brazo derecho, en un intento por mostrarle a sus detractores que el deseo del pueblo debería primar sobre las preocupaciones académicas de juristas libertarios.

Wiston Escobar, 31 años, nacido en Medellín, fue uno de los primeros beneficiarios de las nuevas medidas. Antes de viajar a los Estados Unidos, Wiston debió consignar 500 mil pesos en el Banco Unión Colombiano con el fin de cubrir los costos del identificador digital de radio frecuencia (RFDI): la legislación había estipulado que todos los RFDI corrían por cuenta de los TWs. Con la consignación en la mano, Wiston se dirigió al edificio de la Embajada Americana, donde un funcionario adusto revisó sus documentos con una diligencia aprendida. Ese mismo día, Wiston recibió una cita médica para la semana siguiente con el fin de que le fuese implantado el RFDI en el brazo derecho. Al comienzo Wiston no le prestó atención al asunto, gajes de su nueva vida pensó sin molestarse, pero, con el pasar de los días, comenzó a sentir cierta desazón. Recordó un documental televisivo que había visto meses atrás, que mostraba unos científicos fijándoles unos collares gigantes a unos manatíes medio drogados. Ojalá no me vayan a aplicar el mismo dardo tranquilizador, dijo para sus adentros con una ironía dirigida contra si mismo (y contra el espíritu de los tiempos).

Tal como se lo habían explicado en la embajada, la implantación del RFDI fue breve e indolora: cuestión de veinte minutos y anestesia tópica. Al día siguiente, Wiston viajó a los Estados Unidos. Los trámites de entrada fueron rutinarios. Wiston tuvo que esperar casi dos horas en una larga fila, en compañía de otros TWs, mientras era llamado a la oficina de activación (AO). Allí un oficial revisó los papeles, digitó la información necesaria y chequeó en la pantalla la intensidad de la señal. Terminado el trámite, el oficial le advirtió a Wiston que dentro de sus obligaciones estaba la de cerciorase del buen funcionamiento del aparato. El Gobierno había instalado medidores de señal (SMD) en varios lugares públicos.

Cada dos semanas, Wiston se dirige a una oficina de giros y remesas, envía 500 dólares a Colombia y utiliza un SMD, convenientemente instalado en la oficina de su predilección, para chequear la señal de su RFDI. Allí aprovecha para conversar con otros TWs. Desde hace algún tiempo, las historias compartidas se han vuelto monotemáticas. Todas giran alrededor de la tragicomedia de la privacidad violada. Los hackers tardaron poco tiempo en interceptar las frecuencias, descifrar los datos encriptados y vendérselos por unos cuantos dólares a los interesados: novios celosos, acreedores rabiosos, mercaderes ambiciosos, etc. Así pretendan ignorarlo, los TWs se sienten no sólo bajo la vigilancia permanente del Gran Hermano, sino también bajo la mirada acuciosa de millones de personas.

Wiston ha terminado por acostumbrarse a una vida de trabajo y de rutina. Desearía quedarse pero no se hace muchas ilusiones. Sabe que en poco tiempo su permiso temporal expirará. Entonces los guardias de inmigración vigilarán cada uno de sus movimientos con la misma atención con la que los científicos diletantes observan las vidas previsibles de los manatíes.