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mayo 2006

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Hacia un difícil consenso

Un día después de un resultado previsible sólo cabe volver sobre lo ya dicho. Uno podría detenerse sobre el triunfo de Carlos Gaviria en Nariño y en La Guajira. O explayarse sobre la muerte de los partidos tradicionales. O extenderse sobre la aritmética electoral (el 1.5 millones de votos adicional conseguidos por Uribe, los 2.0 millones adicionales conseguidos por la izquierda). Pero, para ser honestos, los análisis electorales del día después tienden a confundir la coyuntura con la estructura. Son meras extrapolaciones burdas. Futurología de afán para el consumo inmediato.

Por ello, repito, sólo cabe insistir sobre lo dicho. Un primer punto tiene que ver con la nueva realidad institucional: el presidencialismo ampliado. La reelección inmediata no sólo acrecentó el poder del Ejecutivo; al mismo tiempo sesgó la competencia electoral en favor del presidente en ejercicio. El nuevo mandato de Uribe pondrá a prueba esta nueva realidad. En su discurso de victoria, el Presidente llamó la atención del Congreso sobre la necesidad de trabajar con diligencia y responsabilidad. Pero además de diligencia, el Congreso necesita independencia. El mandato renovado del Presidente Uribe no debe convertirse en un mandato irreflexivo sobre el Congreso.
Un segundo punto tiene que ver con la polarización de las opiniones y posturas políticas. El triunfo mayoritario del Presidente no puede ocultar la enorme brecha que separa a uribistas y opositores. Entre unos y otros, no parece existir ningún punto en común. Ninguna intersección más allá de la desconfianza mutua. La polarización ha crecido de tal manera que el país parece haber perdido la capacidad de construir acuerdos políticos. Pareciera que las únicas posturas posibles fueran la oposición a ultranza o el apoyo absoluto. Actualmente resulta imposible, incluso, hacer una valoración objetiva de nuestra realidad económica y social: las cifras son acomodadas de un lado y del otro. En la política colombiana, la verdad no existe. Sólo hay interpretaciones sesgadas de antemano.
Un tercer punto, también mencionado por el Presidente en su discurso, tiene que ver con la necesidad de construir una visión compartida de largo plazo. No se trata de refinar un ejercicio tecnocrático. Ni tampoco de definir una lista de inversiones prioritarias, como a veces parece creer el Presidente. Sino de liderar un acuerdo metapolítico que permita, entre otras cosas, salvaguardar la estabilidad macroeconómica, asegurar los recursos necesarios para la construcción de equidad y avanzar en la superación del conflicto. A veces el Presidente parece dispuesto a liderar el consenso. Otras veces, sin embargo, parece empeñado en exacerbar las rencillas partidistas. En echarle leña al fuego ardiente de la polarización política.
La semana anterior, el senador chileno Carlos Ominami, de visita en Colombia para participar en un evento académico, nos dejó una enseñanza fundamental: su país sólo pudo avanzar decididamente después de alcanzar un consenso que implicó concesiones difíciles de lado y lado: la izquierda, por ejemplo, se comprometió con la estabilidad macroeconómica, y la derecha con la política social y la reparación de la víctimas de la dictadura. Además, la sociedad chilena fue capaz de dejar de lado la pretensión absurda de cambiarlo todo, del borrón y cuenta nueva, y se dedicó a construir sobre lo construido. Con la anuencia de los lectores, quisiera insistir en un lugar común: la principal tarea de nuestros gobernantes, incluido el Presidente recién reelegido, es liderar un proceso similar. Esto es, un consenso que permita, al menos, imaginarnos un país más próspero y equitativo, donde no se piense (como hoy se piensa) que el futuro está en juego en cada elección.
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El vencedor y los vencidos

Cuando el resultado final se sabe desde el comienzo, las elecciones se convierten en una especie de simulación. Parecen una gran operación algebraica que corresponde resolver paso a paso pero cuyo resultado se conoce de antemano. A veces, por supuesto, surge la tentación de evitar los cálculos innecesarios y saltar de una vez al resultado final. Pero afortunadamente las elecciones no son sólo una contienda; son también una comedia: una representación donde los actores enfrentan la difícil tarea de ganar y perder con dignidad. En esta oportunidad, los vencidos y el vencedor han ofrecido algunas enseñanzas perdurables. Como para una clase de cívica o para un libro de Paulo Coelho.

Primero cabe hablar de los vencidos. Gaviria, Serpa y Mockus se han ocupado del álgebra inútil de la campaña con un empeño que contrasta con el aspecto ineluctable del resultado. Han expuesto sus ideas —sobre la libertad individual, sobre la inequidad social, sobre la transformación cultural— con elocuencia y convicción. Han evitado el desgano propio de la derrota cantada. Han mostrado vergüenza deportiva. En ocasiones, sobra decirlo, resulta difícil salir a jugar un segundo tiempo de trámite con el marcador cuatro a cero en contra. Pero los vencidos se han tomado en serio su papel de perdedores comprometidos.
Sus actuaciones han sido una buena muestra de la estética del fracaso. De la belleza rara de las causas perdidas. Dice Fernando Pessoa: “La única actitud digna de un hombre superior es el persistir tenaz en una actividad que se reconoce inútil, el hábito de una disciplina que sabe estéril, y el uso fijo de normas de pensamiento filosófico y metafísico cuya utilidad se percibe como sospechosa”. Mockus, por ejemplo, ha llevado este antipragmatismo al extremo inquietante de aplicarse cada vez con mayor disciplina a un discurso cada vez más inefectivo. Pero los perdedores convencidos, diría Pessoa, poseen una dignidad que no tienen los ganadores prácticos.
Cabe ahora hablar del vencedor. Obsesionado desde el comienzo con un triunfo aplastante, ha dejado que la milimetría estratégica imponga todas las prioridades. Su campaña ha sido una acumulación de victorias inútiles (“toda victoria inútil es un crimen”, leí alguna vez en un inventario de imperativos categóricos). A veces, incluso, queda la impresión de que el objetivo de la victoria total ha justificado el uso de medios desmedidos. O, al menos, la inobservancia de ciertas normas necesarias: reconocer al rival, darle la cara, no menospreciarlo por cuenta de la ventaja manifiesta. Dice el autor italiano Claudio Magris: “Vencedor… es quien no se deja deslumbrar por su propia idiosincrasia y no idolatra sus debilidades, sino que reconoce, por encima de él, unos valores y una ley respecto a los cuales su psicología o sus vicisitudes personales son de una importancia secundaria”. Con el presidente Uribe, sin embargo, el deseo envolvente de acumular ventaja es una psicología preponderante ante la que nada resulta secundario.
Por supuesto, existen formas de ganar y formas de perder: todo es cuestión de método. Quisiera, para terminar, reiterar mi admiración por el método de los vencidos: su perseverancia que no podía alcanzar. Su esfuerzo y dedicación en medio de un trance desigual. Pues los vencidos, en últimas, son tan necesarios para la democracia como el mismo vencedor.
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La maldición del segundo período

Muchos analistas han puesto de presente la nefasta experiencia latinoamericana con la figura de la reelección inmediata. Pero no debemos olvidar la accidentada experiencia norteamericana con la misma figura. Los últimos cuatro presidentes estadounidenses que tuvieron la dudosa fortuna de ser reelegidos han tenido que afrontar graves escándalos durante sus segundos períodos: Nixon soportó su Watergate, Reagan padeció su Iran-Contras, Clinton sufrió (o disfrutó, vaya uno a saber) su Monica Lewinsky, y Bush parece cada vez más atrapado en una guerra imposible.

Pero más allá de esta coincidencia, existen razones de fondo para los padecimientos de segundo período. El desenamoramiento convierte las rencillas naturales en problemas estructurales. Peor aún: los presidentes reelegidos generalmente no tienen luna de miel: su primer año no es el primero sino el quinto. Además, las alianzas reeleccionistas involucran tantas transacciones que algunos políticos tienden a sentirse utilizados: tratados como simples parejas de ocasión. Para no mencionar los efectos estratégicos de final de período: un presidente en campaña puede ser una pareja útil, un presidente con siete años encima es un estorbo.

Dadas las razones anteriores, no resulta extraño que muchos analistas ya estén anticipando graves problemas de gobernabilidad durante el segundo período de Uribe. O que otros se apresuren a describir la elección de las directivas del Congreso como un espectáculo de canibalismo uribista. Ambas opiniones parecen estar preparando el camino para una gran confrontación política (o un gran escándalo) durante un probable segundo período de Uribe. Sea lo que sea, no me queda duda de que el Presidente Uribe será la primera víctima de su malhadado invento.

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Ideas sin debate

Las disculpas demagógicas terminan muchas veces revelando lo que quieren esconder. Pensemos, por ejemplo, en las razones aducidas por los asesores del presidente Uribe para justificar su empeño en evitar la confrontación intelectual con sus competidores. El Presidente, dicen los asesores, no ha evadido el debate; lo ha democratizado. La campaña, reiteran, ha sido un ejemplo de diálogo directo, de pedagogía popular, de rendición de cuentas. Pero detrás de la demagogia se insinúa una inquietante renuencia a aceptar el diálogo con los pares. A desestimar la importancia de la crítica entre iguales. A despreciar el cuestionamiento y la deliberación: los filtros más eficaces contra las malas ideas.

Más aún, las maneras de la campaña siguen de cerca el estilo de gobierno. Pareciera como si las únicas formas posibles de interacción fuesen verticales. El profesor y los alumnos. El predicador y los fieles. El general y los soldados. El director y los dirigidos. Quienes se atreven a disentir, deben necesariamente mirar hacia arriba. El disenso horizontal está descartado por principio. Los debates, por ejemplo, se despachan sin reparar en las consecuencias adversas: si no se debaten horizontalmente, las malas ideas no sólo sobreviven. Prevalecen. La discusión jerarquizada, sobra decirlo, raras veces corrige el exabrupto.

Así, no debería sorprender, dada la ausencia de disenso horizontal, la abundancia de malas ideas llevadas a la práctica. Podríamos comenzar con la fusión de los ministerios, una mala idea sin debate que resultó un desastre sin atenuantes. Tanto así, que ya nadie discute la inconveniencia de las fusiones: sólo queda por definir cuál de las tres fue más desastrosa. Podríamos mencionar también el referendo, una mala idea hecha de malas ideas que nunca se discutieron debidamente: casi un caso paradigmático del esperpento que se engendra cuando la confrontación se reemplaza por la obediencia. Y así podría continuar la lista de malas ideas que nunca pasaron por el filtro necesario del debate atento y receptivo: el programa Familias Guardabosques, la exención tributaria a la reinversión de utilidades, la iniciativa Agro Ingreso Seguro, y hasta el mismo Plan Patriota, cuyo resultado más evidente parece ser un brote de leishmaniasis.

El desprecio por el debate y la confrontación horizontal sugiere el reemplazo de una ética basada en la reciprocidad por otra distinta basada en la jerarquía. Estanislao Zuleta las llamaba la ética griega y la ética cristiana. La ética griega “la podríamos representar espacialmente como horizontal, entre iguales, mientras que la ética cristiana tiende a ser más bien al contrario, vertical: la compasión (de arriba a abajo), la caridad (de arriba a abajo), la obediencia, la sumisión, la paciencia”. En últimas, el presidente Uribe parece preferir el púlpito a la mesa de debate. Él arriba y los otros abajo. Él dicta y los otros copian.

Quizá la negativa del Presidente a asistir a los debates haya sido un mero cálculo estratégico. O un capricho de ocasión. O una vanidad pasajera. Pero me temo que la misma sea un síntoma de una enfermedad mayor: la reticencia a aceptar el diálogo entre iguales (la ética horizontal). O dicho de otra forma, la tendencia a evitar la deliberación y el cuestionamiento. No de otra manera podría explicarse la proliferación de malas ideas en un Gobierno cuya diligencia sólo es comparable con su improvisación.

En últimas, sólo cabe esperar que la campaña no haya sido un anticipo ominoso de un segundo período repleto de muchas malas ideas que se ejecutan antes de debatirse.

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Coincidencias

A veces las coincidencias sirven para enfatizar la esencia de las cosas. Este mes de mayo se cumplen 200 años del nacimiento de John Stuart Mill, el celebre filósofo inglés conocido por su clarividencia en definir y promover las libertades individuales y los derechos de la mujer. Bastaría con citar su famoso principio de la libertad, el poder sólo puede ser ejercido con pleno derecho sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada con el fin de prevenir el daño a otros miembros de la comunidad, para justificar la despenalización parcial del aborto, aprobada esta semana por la Corte Constitucional. Incluso cabría citar el mismo principio para abogar por la despenalización total. “Sobre si mismo, sobre su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano”.

Pero Mill siempre argumentó que las decisiones públicas deberían tener en cuenta no sólo principios generales, sino también estimaciones utilitaristas: la suma del bienestar de los individuos. Su defensa de la libertad de expresión, por ejemplo, enfatizaba no tanto los derechos humanos, como los beneficios materiales reportados por la libre confrontación de ideas y puntos de vista. Seguramente Mill hubiese encontrado relevante, para el debate de marras, la evidencia acopiada por la Encuesta Nacional de Demografía y Salud. 52 por ciento de los niños colombianos menores de cinco años no son deseados, en el sentido preciso de que sus madres habrían querido aplazar su nacimiento, definitiva o parcialmente. Los niños no deseados presentan peores condiciones de salud y nutrición que sus contrapartes con características demográficas y socioeconómicas similares.

Pero el asunto va más allá. Algunos embarazos no deseados terminan siendo interrumpidos en circunstancias insalubres y clandestinas, con grave riesgo para las madres que se atrevieron a ejercer la libertad defendida por Mill. Según la misma encuesta ya citada, 15 por ciento de las mujeres colombianas han recurrido, en algún momento, a prácticas o procedimientos abortivos con el fin de evitar la maternidad. La penalización del aborto no sólo restringe la libertad individual; también multiplica el sufrimiento y la infelicidad. En consecuencia, tanto los liberales (por razones de principio) como los utilitaristas (por razones de pragmatismo) deberían apoyar la despenalización total: el destino inevitable de cualquier sociedad moderna.


Mill no sólo llamó la atención sobre la coerción institucional, sino también sobre la “tiranía de la opinión pública” y el “despotismo de la costumbre”. Como muchos liberales, creía que la opinión pública podía limitar las libertades individuales de manera tan efectiva como los gobiernos despóticos. Así, sus escritos constituyen una referencia obligada con el fin de refutar la posición conservadora, según la cual la despenalización del aborto sólo puede ser decidida por el Congreso o mediante mecanismos directos de participación ciudadana. Mill sabía que una sociedad moderna (laica y liberal) debería conservar y promover salvaguardias contra una mayoría que insiste en imponerle sus pretendidas virtudes a una minoría que no las comparte.

Quisiera terminar con otra coincidencia. La sentencia de la Corte ocurrió en la misma semana del día de la madre. Ojalá este hecho fortuito sirva para llamar la atención sobre la necesidad de la despenalización total, para que así, en un futuro cercano, el día de la madre simbolice la celebración, no de una imprudencia o de una imprevisión o de una torpeza, sino de una decisión libre y consciente. Tal como corresponde a cualquier sociedad moderna.

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Un modelo perfecto

Poco se ha dicho (el silencio sugiere la resignación) sobre la pretensión de Hugo Chávez de convocar un referéndum con el objetivo de asegurar su permanencia en el poder hasta el año 2031. Sus intenciones de gobernar hasta el año 2021 eran conocidas. Pero, ahora, el omnipresente Chávez quiere sumarle una década a sus aspiraciones despóticas.

La perpetuación de Chávez merece algunos comentarios:

La facilidad con la cual Chávez ha consolidado una dictadura petrolera. Los petrodólares le permiten al tirano en ciernes comprar apoyo popular mediante asistencialismo selectivo, el cual genera solidaridad y crea dependencia. Así mismo, los petrodólares le permiten comprar la solidaridad de los militares y burócratas que participan del festín, y le permiten, al mismo tiempo, presccindir del sector privado: el monarca no necesita sus impuestos y puede, entonces, ahorrarse los reclamos permanentes de certidumbre y reglas claras.

La facilidad con la cual Chávez se ha valido de instrumentos democráticos para consolidar su poder. Hace apenas dos décadas, la distinción entre democracias y dictaduras era expedita. El fondo y la forma coincidían: los dictadores se vestían de uniforme y los demócratas de traje. Actualmente los disfraces democráticos vienen hechos a la medida. En muchos países, Venezuela, entre ellos, los ciudadanos votan, los jueces fallan y los medios reportan pero los dueños del poder operan con pocas restricciones reales: son dictadores vestidos de traje. Tiranos en el sentido de Madison: “la acumulación de todos los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, en las mismas manos puede ser justamente pronunciada como la definición misma de la tiranía”.

La facilidad con la cual la izquierda cohonesta con la dictadura y la corrupción cuando son ejercidas por quienes utilizan un discurso populista. Pareciera que la izquierda estuviera dispuesta a renunciar a la libertad, no para conseguir la igualdad, sino para congraciarse con la retórica (en últimas vana) de la reivindicación y el odio de clases.

Con todo, el modelo es perfecto. Con la ventaja adicional de que la misma presencia de Chávez introduce incertidumbre en el mercado del crudo, lo que mantiene los precios altos y lo afianza aún más en el poder. Estabilidad absoluta. Hasta el 2031. En el mejor de los casos.

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2014: 1984 treinta años después

Después de varios intentos, inicialmente frustrados por una minoría que seguía creyendo en la preponderancia de las libertades individuales, la propuesta de un ex presidente colombiano había sido incorporada en la nueva legislación migratoria, aprobada hace dos años por el Congreso estadounidense. Cada país latinoamericano había recibido una cuota de trabajadores temporales (TWs)—la cuota Colombiana ascendía a 10.000 TWs anuales—, los cuales podían permanecer hasta tres años en los Estados Unidos, pero no sin antes aceptar la implantación de un identificador de radio frecuencia. Todavía se recuerda que fue el mismo ex presidente colombiano quien se hizo instalar el primer aparatico en su brazo derecho, en un intento por mostrarle a sus detractores que el deseo del pueblo debería primar sobre las preocupaciones académicas de juristas libertarios.

Wiston Escobar, 31 años, nacido en Medellín, fue uno de los primeros beneficiarios de las nuevas medidas. Antes de viajar a los Estados Unidos, Wiston debió consignar 500 mil pesos en el Banco Unión Colombiano con el fin de cubrir los costos del identificador digital de radio frecuencia (RFDI): la legislación había estipulado que todos los RFDI corrían por cuenta de los TWs. Con la consignación en la mano, Wiston se dirigió al edificio de la Embajada Americana, donde un funcionario adusto revisó sus documentos con una diligencia aprendida. Ese mismo día, Wiston recibió una cita médica para la semana siguiente con el fin de que le fuese implantado el RFDI en el brazo derecho. Al comienzo Wiston no le prestó atención al asunto, gajes de su nueva vida pensó sin molestarse, pero, con el pasar de los días, comenzó a sentir cierta desazón. Recordó un documental televisivo que había visto meses atrás, que mostraba unos científicos fijándoles unos collares gigantes a unos manatíes medio drogados. Ojalá no me vayan a aplicar el mismo dardo tranquilizador, dijo para sus adentros con una ironía dirigida contra si mismo (y contra el espíritu de los tiempos).

Tal como se lo habían explicado en la embajada, la implantación del RFDI fue breve e indolora: cuestión de veinte minutos y anestesia tópica. Al día siguiente, Wiston viajó a los Estados Unidos. Los trámites de entrada fueron rutinarios. Wiston tuvo que esperar casi dos horas en una larga fila, en compañía de otros TWs, mientras era llamado a la oficina de activación (AO). Allí un oficial revisó los papeles, digitó la información necesaria y chequeó en la pantalla la intensidad de la señal. Terminado el trámite, el oficial le advirtió a Wiston que dentro de sus obligaciones estaba la de cerciorase del buen funcionamiento del aparato. El Gobierno había instalado medidores de señal (SMD) en varios lugares públicos.

Cada dos semanas, Wiston se dirige a una oficina de giros y remesas, envía 500 dólares a Colombia y utiliza un SMD, convenientemente instalado en la oficina de su predilección, para chequear la señal de su RFDI. Allí aprovecha para conversar con otros TWs. Desde hace algún tiempo, las historias compartidas se han vuelto monotemáticas. Todas giran alrededor de la tragicomedia de la privacidad violada. Los hackers tardaron poco tiempo en interceptar las frecuencias, descifrar los datos encriptados y vendérselos por unos cuantos dólares a los interesados: novios celosos, acreedores rabiosos, mercaderes ambiciosos, etc. Así pretendan ignorarlo, los TWs se sienten no sólo bajo la vigilancia permanente del Gran Hermano, sino también bajo la mirada acuciosa de millones de personas.

Wiston ha terminado por acostumbrarse a una vida de trabajo y de rutina. Desearía quedarse pero no se hace muchas ilusiones. Sabe que en poco tiempo su permiso temporal expirará. Entonces los guardias de inmigración vigilarán cada uno de sus movimientos con la misma atención con la que los científicos diletantes observan las vidas previsibles de los manatíes.

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Las drogas (segunda parte)

Quisiera comenzar mi comentario con un punto de énfasis. Dice Sergio: “pienso que antes que nada es una cuestión de principio, no de consecuencias”. Yo cambiaría la frase levemente y diría: es una cuestión de principios y de consecuencias.

La discusión por supuesto debería empezar por los principios. En particular, con John Stuart Mill y su principio de la libertad: la interferencia coercitiva sólo se justifica cuando se lesiona al otro. Por ello, la analogía con los homicidios yerra desde el comienzo: porque desconoce que de lo que se está hablando es de una decisión personal (el uso de drogas) que no le hace daño a los otros. “The only part of the conduct of anyone for which he is amenable to society is that which concerns others. In the which merely concerns himself, his independence is, of right, absolute. Over himself, over his own body in mind, the individual is sovereign”.

Creo, sin embargo, que allí no termina la discusión. Por dos razones: (i) mucha gente no acepta el liberalismo a secas de Mill y considera que, en algunas circunstancias, cierta dosis de paternalismo es conveniente; y (ii) otra gente argumenta que el mero consumo de drogas puede (mediante un efecto de contagio) lesionar a los otros. Es lo que los economistas llaman una externalidad.

Así las cosas, creo que también es necesario mencionar el tema de las consecuencias (o mejor, de la imposibilidad estructural de la prohibición). Una analogía interesante se encuentra en la política social. Muchos economistas están de acuerdo con la política social como cuestión de principio; esto es, creen que el bienestar de los más pobres debería ser el fin primero de la acción pública. Pero los mismos economistas no están plenamente de acuerdo con las políticas compensatorias debido a las dificultades de implementación y los problemas de incentivos: las burocracias se quedan con la plata, los individuos se aperezan, etc. Así en política social, como en el tema de la droga, muchas veces son los problemas prácticos, más que los filosóficos, los que ganan el argumento.

El ejemplo no es trivial porque nos lleva a Gary Becker: premio Nóbel de economía y el autor más citado de su profesión. Becker ha criticado la expansión del estado de bienestar aduciendo razones prácticas; y crítica la prohibición de la droga con el mismo tipo de argumentos. Dice Becker: “Assuming an interest in reducing drug consumption- I will pay little attention here to whether that is a good goal- is there a better way to do that than by these unsuccessful wars? Our study suggests that legalization of drugs combined with an excise tax on consumption would be a far cheaper and more effective way to reduce drug use. That would reduce consumption in the same way as the present war. Besides, there would be no destruction of poor neighborhoods, no corruption of Afghani or Colombian governments, and no large scale imprisonment of African-American and other drug suppliers”.

Becker está esgrimiendo un argumento pragmático, no filosófico. Incluso supone que el objetivo explícito es reducir el consumo de drogas. La última frase de la cita es interesante pues sugiere (entre líneas) los grandes costos de la guerra contra las drogas para la sociedad estadounidense, un hecho incuestionable desdeñado con frecuencia por los comentaristas tercermundistas.
Quizás la brega por la legalización sea una quimera. Pero ello no implica que debamos renunciar a los muchos debates conexos. Por ejemplo, incumbe combatir los intentos demagógicos del Presidente Uribe a favor de la penalización del consumo. No estamos simplemente ante una exhibición de puritanismo, sino ante la exacerbación de una idea equivocada por parte de un político glotón que sólo piensa en maximizar su tajada electoral.