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abril 2006

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La única solución

Hace más de 20 años Pablo Escobar fue elegido Representante a la Cámara. Hace más de 15 años los agentes de Escobar infiltraron la Asamblea Nacional Constituyente. Hace más de 10 años los hermanos Rodríguez financiaron la campaña presidencial de Ernesto Samper. Pero después de tantos años y tantos muertos, el matrimonio de conveniencia entre la mafia y la política luce más fuerte que nunca. Pareciera, para retomar una metáfora propicia, que el ajuste moral ha resultado mucho más complicado que el ya sempiterno ajuste fiscal.

Ante tal realidad, uno podría intentar un discurso moralista. Hablar, por ejemplo, de la corrupción endémica de la clase política. O podría, alternativamente, ensayar un alegato anti-imperialista. Hablar, por ejemplo, de la división internacional del trabajo o del hedonismo irresponsable de los habitantes de las metrópolis norteamericanas. O incluso uno podría poner el dedo en la llaga de nuestras falencias sociales. Hablar, por ejemplo, de la cultura de la ilegalidad. O mejor, de la inexistencia de normas sociales y de instituciones formales que incentiven el cumplimiento de la ley como cuestión de principio.

Pero cada una de las explicaciones señaladas no pasa de ser una simplificación errónea. Echarle la culpa a la falencia moral de nuestra clase política sería desconocer que el poder corruptor de la droga es tan extendido como inevitable. Echarle la culpa a la demanda sería pasar por alto que la oferta proviene mayoritariamente de Colombia. Y echarle la culpa a la cultura de la ilegalidad sería ignorar que la erosión de las normas sociales y el debilitamiento de las instituciones se debe al mismo narcotráfico. Creer, como ha afirmado Francisco E. Thoumi, entre otros, que el negocio de la droga se incrustó en Colombia por cuenta de una falencia sociológica (de nuestra secular connivencia con la ilegalidad) equivale a negar la complejidad de una actividad que, por su misma naturaleza, se encarga de generar las condiciones propicias para su desarrollo. En otras palabras, la cultural de la ilegalidad no es tanto una causa del problema de la droga, como una consecuencia del mismo.

Por supuesto, las soluciones basadas en las explicaciones erróneas no funcionan. Así, no tiene sentido seguir insistiendo en la urgente renovación de la clase política. Ni tiene lógica continuar clamando por un mayor control de la demanda en el mundo desarrollado (el consumo seguirá creciendo jalonado por España y los otros nuevos ricos europeos). Ni tiene fundamento proponer una solución basada en la instauración del imperio de la ley y la modificación de las normas sociales, cuando fue precisamente el narcotráfico el que corrompió la justicia y trastocó los valores. La ingeniería cultural (al estilo Mockus) es un arma inocua para combatir una actividad en la cual los beneficios materiales superar con creces los reatos morales de mucha gente.

Así las cosas, no veo solución distinta a la legalización. Una alternativa imposible en el corto plazo pero inevitable en el largo plazo. Lástima que la experiencia colombiana haya servido más como acicate para una guerra imposible, que como estimulo para la única solución posible. En últimas, no creo que el Presidente Uribe vaya a figurar ante la historia como quien permitió la consolidación de la influencia mafiosa en la vida pública (como injustamente afirman sus contradictores). Ni tampoco figurará como quien logró romper con la convivencia entre el negocio de la droga y la actividad de la política (como ingenuamente proclaman sus defensores). Sino como quien se empecinó en el sinsentido de combatir intensamente un negocio cuya rentabilidad crece de manera proporcional a la intensidad con la que se le combate.

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Las consecuencias de la reelección

“Que el pueblo decida” fue la principal línea de defensa del Gobierno a la iniciativa nefasta de la reelección presidencial. Como si se tratase simplemente de una decisión entre más y menos democracia. Como si las otras consecuencias de la reelección pudieran descartarse de plano. Pero las consecuencias de la reelección se han hecho evidentes en estos últimos días.

Ya varios analistas han señalado que detrás de los escándalos existe una razón de fondo: la politiquería. En particular, los directores o gerentes de Finagro, del Incóder y de la Supervigilancia fueron nombrados, a pesar de las negativas tan rotundas como increíbles del Presidente, por razones políticas, seguramente con la idea de sumar apoyos para la campaña reeleccionista. La reelección puede desdibujar al estadista hasta convertirlo en un simple maximizador de votos. O componedor de alianzas. O repartidor de puestos. O despilfarrador del presupuesto. O (como en este caso) todas las anteriores.

Pero la reelección no sólo deteriora la calidad del Gobierno; también disminuye la calidad de la oposición. Un hecho evidente para cualquier persona que haya escuchado una declaración reciente de Horacio Serpa. Ya no estamos hablando simplemente del vibrato, sino de la exageración tendenciosa e irresponsable. De acusaciones que no se compadecen con los hechos.

En presencia de la reelección, la crítica a ultranza se convierte en norma general, incluso cuando las actuaciones del gobierno favorecen el interés público. Y al cambiar la oposición, cambia también el gobierno, tornándose cada vez más sensible a la crítica y más intransigente. Al respecto, cabría mencionar una curiosidad histórica. El ex presidente Jimmy Carter solía quejarse, recién concluido su gobierno, de que la oposición política impidió una solución exitosa de la crisis de los rehenes en Irán. Los asesores le había aconsejado a su rival de entonces, Ronald Reagan, que debía jugársela toda por el fracaso del gobierno en el tema en cuestión. Como sucedió eventualmente.

No sé que opinan quienes promovieron la reelección con tanto entusiasmo y tanta candidez (Que el pueblo decida). Seguramente no están arrepentidos. Pero si las cosas siguen como van, pronto lo estarán.

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Un debate paradójico

Esta columna trata sobre una paradoja ideológica. O mejor, sobre la irrelevancia de las categorías ideológicas tradicionales para entender el debate sobre la emigración latinoamericana hacia los Estados Unidos. Un debate en el cual los defensores de los emigrantes encuentran aliados improbables en la derecha del espectro ideológico, así como enemigos insólitos en los sectores considerados tradicionalmente como progresistas.

Las ideas y los argumentos en contra de la emigración tienen sus voceros más representativos en dos profesores de la Universidad de Harvard. El primero es el prestigioso politólogo Samuel P. Huntington, reconocido no sólo por la clarividencia de la “La guerra de civilizaciones”, sino también por la xenofobia de “¿Quienes somos?”. Huntington argumenta que los emigrantes latinoamericanos, en lugar de integrarse a la sociedad estadounidense, como lo hicieron sus antecesores europeos, se han empeñado en mantener (y reproducir) su cultura y sus valores, con efectos adversos sobre la confianza colectiva, el sentimiento de comunidad y la identidad nacional norteamericana. Dice Huntington: “Históricamente los Estados Unidos ha sido una nación de inmigrantes y asimilación, y asimilación ha querido decir americanización. Pero la asimilación ya no significa necesariamente americanización y resulta particularmente problemática en el caso de los mexicanos y otros hispanos”.

El segundo profesor es el economista George Borjas, quien ha estudiado los efectos sociales y económicos de la emigración durante más dos décadas. Primero desde la Universidad de California y luego desde la escuela de gobierno de Harvard. Las pesquisas empíricas de Borjas pueden resumirse en tres conclusiones: (i) el efecto económico de la emigración es marginal (inferior al 1% del PIB); (ii) el efecto sobre los ingresos de los trabajadores nativos con menor calificación es negativo (cercano al 10%), (iii) el efecto sobre las finanzas públicas es adverso. Según Borjas, la migración implica una redistribución de recursos públicos y privados desde los pobres estadounidenses (negros, en su mayoría) hacia los pobres extranjeros (mexicanos, en su mayoría).

Mientras las ideas de Huntington han alimentado la retórica de sectores ultra-conservadores (el comentarista económico Lou Dobbs, por ejemplo), las ideas de Borjas han nutrido los argumentos de sindicalistas, activistas demócratas y comentaristas liberales (el columnista Paul Krugman, por ejemplo). Pero los argumentos de Hungtington y Borjas han encontrado algunos contradictores aguerridos en la derecha. Primero están los globalizadores (los defensores a ultranza del libre comercio), representados, entre otros, por el economista de la Universidad de Columbia Jagdish Bhagwati o por los editorialistas de la revista inglesa The Economist. Los globalizadores han argumentado con especial vehemencia que la emigración tiene un efecto positivo (tanto sobre el crecimiento económico como sobre las finanzas públicas), y que el pesimismo de Borjas es el resultado de análisis defectuosos que dejan de lado los aspectos dinámicos e intergeneracionales del problema.

Así mismo, algunos conservadores sociales han argumentado, en contraposición a los argumentos de Huntington, que los emigrantes latinoamericanos entronizan los valores tradicionales de la sociedad estadounidense. Los latinos tienen menores tasas de divorcio, familias más integradas, un mayor apego religioso y una comprobada ética de trabajo. En fin, los latinos representan, para decirlo en forma metafórica, la versión moderna de los peregrinos del Mayflower.

En suma, la causa latina tiene en el liberalismo económico y en la derecha tradicional dos de sus principales aliados: una paradoja ideológica que todavía no parecen entender muchos de los supuestos progresistas que acaparan el debate.

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Argumentos de clase

Durante el primer semestre del año 2005, la revista Semana publicó un artículo sobre una nueva generación de colombianos que parecía llamada a suceder a los famosos, poderosos y adinerados del presente. El artículo identificó cuarenta personas menores de cuarenta años que ya ocupaban (o pronto ocuparían) posiciones de privilegio y visibilidad en el sector público, en la empresa privada, en las artes y en las ciencias. Más que examinar los atributos de los seleccionados o especular acerca de los sesgos de los seleccionadores, quisiera, para los propósitos de esta columna, concentrarme en las reacciones de los lectores ante la publicación de la lista de personalidades.

Aproximadamente 200 lectores expresaron sus opiniones en el foro virtual de Semana. La mayoría lo hizo en un tono iracundo. Muchos acusaron a la revista de haber incurrido en una celebración de la exclusión social. Otros, de haber pasado por alto las exiguas posibilidades de ascenso social. “Han llegado allí por enchufe, son los hijos de políticos y de empresarios y nada mas”, escribió un primer lector indignado. Muchos otros lectores estuvieron de acuerdo: “los mismos con las mismas con una que otra variante”; “no aparece nadie que vislumbre un mundo más allá de la continuación de sus herencias, creencias, hábitos y placeres”; “al artículo le falta decir que además de tener títulos, tienen lo principal que son los apellidos: que casualidad que casi todos son hijos, nietos, sobrinos, parientes de personas muy influyentes del país”; “son sólo hijos, nietos o bisnietos de la clase dirigente que siempre ha dominado al país”; “seria bueno que en este país se le diera importancia a gente que también es inteligente, brillante, ingeniosa, imaginativa, recursiva y buena en su profesión pero que no tienen apellidos de alcurnia”. Y así podría continuar un largo catalogo de opiniones, hasta completar un verdadero memorial de quejas en contra de la ausencia de movilidad social.

Las opiniones de los lectores no pueden descartarse con el argumento manido de que constituyen una superposición de resentimientos. Al menos históricamente, las posibilidades de movilidad social han estado cerradas para muchos colombianos. Aunque la movilidad se ha acelerado levemente, como consecuencia de la expansión de la educación pública, el estatus social sigue siendo un atributo heredable. Como la estatura. O la calvicie.

La semana anterior Felipe Zuleta publicó una columna acerca de los candidatos a la vicepresidencia que puede leerse como una exaltación de los mismos males denunciados por los lectores de Semana: los apellidos, la alcurnia, el abolengo, los privilegios heredados, la inmovilidad social. “Francisco Pacho Santos…ha demostrado su clase, su talante, su fidelidad…No en vano es hijo de Hernando Santos y Clemencia Calderón”. “María Isabel Patiño…honesta como nadie, tiene toda la clase y la elegancia del mundo para tratar a sus congéneres. Se le ve por todos lados la influencia de su padre, el prestigioso médico José Félix Patiño, y la afabilidad de su madre, Blanquita Osorio”. “Patricia Lara…es liberal, con clase, inteligente, trabajadora, preparada y rica…Es dura de carácter, terca y jodona…Al fin y al cabo es una Lara Salive”.
Esta vez pocos lectores protestaron. Quizá porque que el anti-uribismo es un buen disfraz para el clasismo. O quizá porque la irreverencia permite ciertas licencias. O quizá porque la desfachatez se confunde con la ironía. Sea lo que fuere, incumbe reiterar que los argumentos de clase (odiosos en general) son particularmente ofensivos en este país, habida cuenta de nuestra infortunada historia de inmovilidad social y de nuestra equivocada inclinación a confundir el talento con los apellidos.
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La revolución como entretenimiento

Son muchos los comentarios que han suscitado las protestas estudiantiles en Francia. Algunos comentaristas lloriquean de nostalgia ante el simulacro de revolución. Otros afinan sus ironías contra las utopías juveniles.
Un periodista del diario Star de Toronto escribió con elocuencia que los estudiantes están protestando contra unos trabajos que todavía no tienen. Pero qué más da. El punto indiscutible es que protestar tiene su encanto. Echarle la culpa a un enemigo (real o sociológico) siempre ha sido un mecanismo de defensa eficaz. Nada se pierde con pedir lo imposible: un Citroen y un puesto de gerente para todo el mundo.
Mientras los jóvenes chinos se preparan para asistir a un concierto de los Rolling Stones, los franceses desempolvan sus gabardinas y se lanzan a la calle a gritar consignas de otros tiempos (cuesta creerlo pero un estudiante colombiano escribió ayer en El Tiempo que los manifestantes gritaban “el pueblo unido jamás será vencido”). Cuando se cansan de las estrofas, estos adolescentes inconformes procuran romper algunas cosas. Pero lo cierto es que, desde la distancia, el idealismo y la generosidad no se ven por ninguna parte. Como tampoco es posible intuir la autenticidad que sí tienen, por ejemplo, las protestas de los emigrantes latinoamericanos en los Estados Unidos.
En fin, desde de lejos, queda la impresión de que estamos ante la más fraudulenta de todas las revoluciones francesas. Mientras tanto la tasa de desempleo juvenil sigue por encima de 25%: 50% en los banlieues. Dijo Antonio Caballero que los estudiantes franceses no son revolucionarios sino conservadores. Yo preferiría otro adjetivo: decadentes.
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¿Sabía usted …

Así titula José Obdulio Gaviria la última sección de su último libro “A Uribe lo que es de Uribe”. Son 240 preguntas apiñadas en 24 páginas, cada una escrita en la misma forma gramatical, seguramente con la idea de abrumar al lector mediante el artilugio de la repetición y convencerlo, por ahí derecho, de los numerosos logros sociales del actual Gobierno.

La sección de marras comienza con una pregunta retórica: “¿sabía usted que la pobreza pasó del 57% en 2002 a 49,2% en 2005, el nivel más bajo desde que hay cifras comparables?” Y así sigue la sucesión de datos hasta terminar, 239 preguntas más adelante, con un último interrogante: “¿sabía usted que con la nueva ley de empleo público cerca de 120.000 cargos serán previstos a través de concurso de méritos?” Todo parece calculado para crear una especie de trance aritmético. Para propiciar la suspensión de la razón ante la letanía estadística. Pero, en esencia, toda esta retahíla no es más que un sofisma elaborado. Muchas de los hechos que se mencionan carecen del contexto necesario para juzgar su validez. Otros son deliberadamente engañosos. Otros más, inocuos. O irrelevantes. O ambiguos. O encomiables. O lo que sea. Pero todos aparecen mezclados, sin matices, sin advertencias, de manera tendenciosa. Es tan obvia la intención de mentir con exactitud, que no sobra insistir en la denuncia exaltada contra la propaganda. Dijo Voltaire: “aquellos que pueden hacernos creer cosas absurdas pueden hacernos cometer cosas atroces”.
Por ejemplo, la pregunta 81 (la numeración es mía) plantea lo siguiente: “¿sabía usted que la inversión en ciencia, tecnología e innovación pasó de 0,34% a 0,7% del PIB (estimado)?” Nada se dice sobre el período de análisis, o sobre si se está haciendo referencia a la inversión pública o a la inversión total, o sobre la validez del valor (estimado). ¿No sería más apropiado, me pregunto, señalar que la inversión en ciencia y tecnología sigue siendo la cenicienta del presupuesto y que el mismo Presidente considera que los estudios van en contravía de su afán de resultados? Pero no. La idea, al parecer, es esconder la calidad de la información detrás de la cantidad de datos.
La pregunta 70 también desafía nuestra ignorancia: “¿sabía usted que se han abierto 32.206 nuevas cuentas de Ahorro de Fomento a la Construcción (AFC)?” Yo el número exacto no lo sabía pero sí sé bien que las cuentas AFC constituyen un subsidio irritante a los más ricos que ha sido impugnado incluso por su autor intelectual: el ex Ministro de Hacienda Juan Manuel Santos. Como también sé que las cifras sobre los egresados del SENA (pregunta 187) han sido duramente cuestionadas por los expertos nacionales en el tema. O que las cifras de afiliados al régimen subsidiado (pregunta 111) no diferencian entre subsidios totales o parciales. O que la reforma a la ley de contratación pública (pregunta 223) ha fracasado durante tres legislaturas consecutivas. O que la disminución de los cultivos ilícitos (pregunta 96) es engañosa habida cuenta del aumento en la productividad de los lotes cocaleros.
En últimas, el punto no es de fondo sino de forma. No se trata (ese sería el tema de otra columna) de evaluar los logros sociales del Gobierno, sino de cuestionar la forma engañosa como se exhiben los resultados. Abrumar a los lectores con un bulto de estadísticas fuera de contexto no es, por decir lo menos, una forma honesta de rendir cuentas. Así como varios columnistas hemos reclamado objetividad en la crítica social de algunos intelectuales, deberíamos igualmente demandar honestidad en el análisis de resultados de los propagandistas oficiales.