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febrero 2006

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Un pensador ambiguo (II)

D’Artagnan lo acusa de ser un representante (casi un símbolo) de la derecha más recalcitrante. Muchos otros lo acusan de haberse enriquecido a expensas de la protección estatal que tanto cuestionó. La derecha rural lo fustiga por su propuesta de gravar la tierra improductiva (sostuvo en los años cincuenta un álgido debate con Luis Ospina Vázquez). Los conservadores sociales le critican su defensa del control demográfico. A su vez, la izquierda lo asocia con el capitalismo salvaje y con algunos eventos de macartismo criollo.

Este pensador ambiguo escribió lo siguiente en el año 1977:

“La presentación por TV de la novela de García Márquez (La Mala Hora) demuestra la absoluta falta de sentido político de nuestros dirigentes. Para principiar García Márquez en su publicación Alternativa, hoy extinta, demostró tener ideas políticas violentas, de gran odio y resentimiento…Luego entregarle a un individuo con esos antecedentes la interpretación de un fenómeno tan complejo como fue la violencia en Colombia, es falta de criterio por no decir otra cosa. Y en cuanto se refiere a las compañías que patrocinan su presentación, lo más caritativo que se puede decir es que sus directivas tienen mentes subdesarrolladas”.

El mismo había escrito lo siguiente en el año 1954. “La sociedad, estrictamente hablando, no tiene por qué reconocer al empresario un margen de utilidad superior a lo justo necesario para llamar la producción, es decir, superior al incentivo que le induzca a producir”. Y el mismo patrocinó muchas inversiones sociales por medio de la Fundación Corona.

En fin, Hernán Echavarría se movía de la mano negra a la mano invisible, de la mano invisible a la mano caritativa, y de la mano caritativa a la mano negra.

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Un pensador ambiguo

En el año 1961, Albert O. Hirschman escribió un ensayo sobre la confrontación ideológica en América Latina en torno al tema del desarrollo económico. Entre los pensadores citados aparece, de manera conspicua, Hernán Echavarría Olózaga. “Pocas veces –escribió Hirschman en referencia al liberalismo escueto de Echavarría– se encuentran estas ideas expresadas tan abierta y cándidamente; sus defensores más vehementes suelen ser hombres de negocios que, de ordinario, no son dados a expresar sus opiniones por escrito”. Pero Echavarría no fue un hombre ordinario. Además de empresario y filántropo, fue un escritor incansable, autor de una obra extensa, motivada, creo yo, más por la fuerza de sus convicciones que por la vastedad de su cultura.

Las opiniones de Echavarría fueron las de un puritano enfadado: incansable en sus empresas e implacable en sus denuncias. Sus peroratas más frecuentes estuvieron dirigidas a quienes vivían fácilmente del presupuesto público o de la tierra. “Nadie trabaja cuando puede vivir cómodamente sin hacerlo; y muchos no trabajan si pueden vivir casi tan bien sin trabajar”, escribió en su obra más conocida, el Sentido común en la economía Colombiana. De allí su impaciencia con los burócratas, muchos de quienes, en su opinión, vivían cómodamente sin necesidad de participar en la producción. “Su actitud es de indiferencia inapelable, como la de una tropa de ocupación en un país derrotado”. El símil es exagerado en el fondo pero perfecto en la forma, como corresponde a todo buen polemista.

Pero su mayor obsesión fue, sin duda, el enriquecimiento injusto de los dueños de la tierra. “La inversión en tierras, como el presupuesto público, permite vivir sin trabajar”, escribió en el libro de marras. Pero el asunto, en su opinión, no era sólo de aperezamiento individual, sino también de ineficiencia colectiva: “el problema agrario colombiano radica en que en general resulta de mayor utilidad el comprar tierras y esperar simplemente su valorización, que explotar con empresa agrícola las que ya se tienen”. Repitió la misma idea por más de cincuenta años, con la terquedad de los convencidos y la impaciencia retórica de los hombres prácticos. “En Colombia –escribió en 1977, en una de sus columnas de prensa– continúa siendo verdad la fórmula que daba el bobo de Medellín de hace cincuenta años para volverse rico: compre una manga y siéntese a aguantar hambre en ella”. Pero su voz nunca tuvo eco. Fue un grito solitario en un país donde muchos confunden la fortuna de los terratenientes con el bienestar de los pobres.

Echavarría fue uno de los voceros más representativo de un país que comenzaba a urbanizarse aceleradamente y a cambiar su estructura productiva en contra de las fuerzas retardatarias del campo y los embates intervencionistas de la burocracia. Sus escritos sugieren a menudo una dicotomía antigua, casi decimonónica: la del santafereño contemplativo versus el paisa industrioso. “Quién habrá, pues, que quiera cambiar libremente la tranquilidad del campo y un buen libro por el ajetreo de la industria y la lucha por el mercado?” Paradójicamente, Echavarría encontró tiempo para ambas cosas: la acción y la reflexión.

Su insistencia en que el origen de nuestros males sociales venía de los años sesenta, cuando “el estatismo y la planeación se apoderaron del espíritu y la imaginación de la clase dirigente”, fue exagerada. Al fin de cuentas, la fijación con las soluciones de Estado no es tanto una causa de la pobreza y la desigualdad, como una consecuencia de las mismas. Además, la equidad y la redistribución se han convertido con el tiempo en imperativos políticos. Así las cosas, y citando de nuevo a Hirschman, esa “repugnancia por la inversión pública y por el planteamiento del desarrollo parece un poco histérica y pasada de moda”.

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Sopa de letrados

Muchos pidieron cerrar para siempre un debate que ya arrastraba los píes y no iba para ninguna parte. Yo mismo me declare aburrido de seguir dando las mismas razones a los mismos reproches. Pero el debate continua su rumbo azaroso. He decidido, por lo tanto, convertirme en simple notario de opiniones. Aquí van algunas de las más representativas.

“La arrasadora presencia de los grandes pulpos editoriales españoles imponiendo un modelo de escritor aséptico, incoloro, doméstico, ha cumplido pues, la tarea de que en este país las nuevas élites sociales presuman de su cultura, impulsen el filisteísmo e ignoren al verdadero intelectual por ser una figura que los incomoda. El error, tanto de Posada Carbó como de Alejandro Gaviria consiste en identificar al intelectual con estos productos del mercado, ya que el intelectual sigue ahí en las universidades, pienso en José Olimpo Suárez, en Fernando Cruz Kronfly, en Iván Darío Arango, en Jaime Jaramillo Panesso, en García Posada, en Orlando Mejia, en Alfonso Monsalve, etc. Textos que no aparecen en las publicaciones frívolas ni se confunden con “memorias”, banales informes sobre acontecimientos inmediatos, escritos por segundas manos y firmados por prestigiosos políticos, banqueros, hombres de negocio”.
Dario Ruiz Gómez, El Mundo

“En personas como Laura Restrepo, William Ospina, la fuerza de la opinión no está en los hechos ni en el análisis sino en dos elementos: la retórica y el medio de comunicación. Así, sin negar su abordaje del «hombre honesto», yo lo veo más racional: así como en este lado se trata de opinar desde la experimentación, el empirismo, el análisis frío, desde los poetas-escritores es la palabra, mejor la hipérbole, la herramienta. Sin hipérboles ni juicios absolutos de valor pues la indignación intelectual no tiene poder; asimismo si no refleja los lugares comunes pues no se conecta con la emoción del lector. Es paradójico la semilla de anti-intelectualismo de los llamados «intelectuales». Insisto en mi posición más sociológica: en un país sin formación científica, sin metodología en sus élites, sin formación matemática y con desprecio por el empirismo y un odio visceral a la filosofía del pragmatismo, pues los voceros serán los literatos, los poetas, los novelistas, los ensayistas de la hipérbole”.
Francisco Miranda

“Precisemos el sentido de la discusión. Ospina me señala por defender «la pureza de nuestro Estado y de la noble estirpe de las instituciones». Ni lo uno ni lo otro. He defendido la necesidad de reconocer la complejidad del Estado colombiano, su legitimidad y sus tradiciones democrático-liberales, con logros, adversidades e imperfecciones. Postulado bien distinto del que equívocamente me adscribe. Que exige interpretaciones matizadas, no condenas absolutas. Para Ospina, algunas opiniones son axiomáticas –»nada más evidente», nos dice, como si fuesen incontrovertibles–. No he propuesto negar problemas, sino colocar el debate en otro nivel, mejor informado, por encima de esos lugares comunes que él prefiere”.
Eduardo Posada, El Tiempo

«En la Vulgata histórica Colombiana los montones de ruinas están presentes, pero el viento del progreso está ausente”.
Daniel Pecaut
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Otra advertencia

La opinión se convirtió en la nueva pornografía del Internet”.

Así lo escribió Trevor Butterworth en un apasionante ensayo publicado por el Financial Times. Transcribo dos apartes del ensayo en el idioma original como una nueva advertencia para todos.


«Each blogger was his, or her, own printing press, spontaneously exercising their freedom to criticise. Which is great. But along the way, opinion became the new pornography on the internet.

And that, in the end, is the dismal fate of blogging: it renders the word even more evanescent than journalism; yoked, as bloggers are, to the unending cycle of news and the need to post four or five times a day, five days a week, 50 weeks of the year, blogging is the closest literary culture has come to instant obsolescence».

Trevor Butterworth. Financial Times. Feb. 17, 2006

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Kaplan

Quisiera comenzar mis reacciones con una idea ya expuesta por “Hoppy Nador”: Kaplan es un escritor sin remilgos, igualmente incomodo para la izquierda y para la derecha. Kaplan genera dos tipos de reacciones: algunos lo ignoran mientras otros lo distorsionan, lo citan fuera de contexto. Un ejemplo: el comentario de Mauricio Rodríguez.

El debate político actual en los Estados Unidos, tan polarizado como en Colombia, está dominado por dos bandos aparentemente extremos: los “Neocons” y los “Chomskianos”. Pero a pesar de las diferencias, unos y otros comparten la misma ambición por cambiar el mundo y por imponer sus valores. Afortunadamente existen los realistas, tan renuentes a ceder ante la polarización como dispuestos a revelar las falacias de la izquierda y de la derecha.

Allí precisamente entra Kaplan: un realista que desconfía de las ideas preconcebidas, de los ideólogos de derecha y de izquierda. Mauricio se queja de la “iconoclastia” criolla, como queriendo oponer el peso de sus convicciones a la liviandad de muchas de las opiniones expresadas en el blog. Pero sus ideas son tan previsibles y sus interpretaciones tan sesgadas que sus argumentos comienzan a dar tumbos: cita a Chomsky y cita a Kaplan y cree estar hablando de la misma cosa. Confunde los autores sin digerirlos. Lee, toma lo que le conviene y descarta lo que no cuadra.

Así llegamos a la sociología de la cajón. Para Mauricio el conflicto colombiano depende de “los mecanismos sociales complejísimos que se han instalado en Colombia por cuenta de años y años de corrupción, de fraudes y de irresponsabilidad tanto social como gubernamental”. Un diagnóstico repetido, plagado de victimarios, instigador de la culpa colectiva, pero contrario a cualquier evidencia. Al respecto, quisiera reiterar una hipótesis más esclarecedora (sin tantas torceduras sociológicas): la magnitud y la naturaleza del conflicto colombiano está explicada, en gran parte, por el narcotráfico.

El narcotráfico acabó con la justicia, transformó una guerrilla aletargada en un ejército implacable y propició el surgimiento de una milicia contraguerrillera igualmente pugnaz y asesina. Y convirtió (por ahí derecho) a Colombia en el país más violento del hemisferio. Sin narcotráfico no seriamos un paraíso pero nuestra tasa de homicidio sería similar a la de Venezuela o Ecuador.

En últimas, creo que el punto de Kaplan es importante: la intervención norteamericana no sólo es inocua sino que puede ser perjudicial, pues desvía las prioridades y alimenta la esperanza equivocada de una solución aséptica y puntual al conflicto colombiano.

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Soldados imperiales

Con una aproximación a los eventos mundiales que mezcla una desconfianza en el idealismo ramplón, un conocimiento de la geopolítica mundial y una curiosidad por las particularidades de cada lugar, Robert D. Kaplan es probablemente el mejor reportero del mundo. O al menos uno de los más inteligentes y asertivos. Y, sin duda, él más clarividente. Kaplan anticipó el conflicto de los Balcanes, vaticinó la creciente importancia del Islam (“nunca nada ha hecho tan felices a tantos pobres y desgraciados”) y pronosticó el fracaso de la ONU (“esa mezcla de aristócratas del tercer mundo e idealistas del primero”). En últimas, Kaplan es un realista empeñado, a través de sus viajes, en revelar lo que la guerra fría escondió por tanto tiempo: un mundo plagado de conflictos y divisiones que poco tienen que ver con las fronteras del mapamundi.

En su último libro Imperial Grunts (”Soldados imperiales”), Kaplan parte de un hecho evidente pero olvidado: el futuro del imperialismo no sólo se decide en los salones de lujo de la Casa Blanca, o en las oficinas de estrategia del Pentágono, o en la plenarias de Babel de la ONU, sino también en el campo de batalla, en la periferia. Uno de los epígrafes del libro plantea el argumento con elocuencia: “el imperialismo avanzó históricamente no como resultado de presiones comerciales o políticas que vinieron desde Londres, Paris, Berlín, San Petersburgo o Washington, sino, principalmente, porque algunos hombres en la periferia, en su mayoría soldados, presionaron para ampliar las fronteras del imperio, mucha veces sin ordenes, o incluso en contra de las ordenes”.

Armado con su realismo esclarecedor, Kaplan estuvo hace tres años en Colombia: estaba comiendo en un restaurante bogotano cuando explotó la bomba de El Nogal. Su testimonio de ese viaje, publicado en el libro de marras, nos permite no sólo apreciar el conflicto a través de los ojos de un reportero sin par, sino también entender el papel de las fuerzas armadas estadounidenses en Colombia. “El futuro del conflicto militar en el mundo puede medirse mejor en Colombia que en Irak”, escribió Kaplan. “En Colombia fui testigo de las tácticas que emplearan los Estados Unidos para controlar un mundo incontrolable”.

Las tácticas están basadas en una lógica simple. “El imperialismo no es tanto un asunto de conquista como un tema de entrenamiento de los ejércitos locales”. Pero como los ejércitos son irreformables sin un cambio social y cultural de fondo, la tarea debe concentrarse en el adiestramiento de unidades elite (o especiales) por parte de los mejores instructores del ejército estadounidense. Así se hizo en El Salvador y así se está haciendo en Colombia. “¿Qué tan bueno es el ejercito colombiano?”, le preguntó Kaplan a uno de los instructores. “El conjunto de soldados rasos es débil, los sargentos no tienen iniciativa…pero nada importa excepto conseguir que algunas de las unidades especiales sean capaces de llegar hasta las cabecillas de la Farc”.

El objetivo es preciso, unilateral: destruir el liderzazo de la guerrilla, deshacer el centro de gravedad de las FARC. Tanto así que los instructores parecen aburridos en su papel secundario, dispuestos a asumir la tarea principal por ellos mismos, impacientes con la justicia colombiana y las demandas de la comunidad internacional, ignorantes del contexto general, despreocupados por el futuro del conflicto. Son simples piezas de intercambio en el refinamiento de una táctica sin estrategia.

Es difícil, después de leer a Kaplan, no reflexionar sobre un tema de fondo. Probablemente el futuro del imperialismo tenga mucho que ver con el adiestramiento de las fuerzas locales (una operación delimitada y segura) pero seguramente el futuro del conflicto en Colombia tiene mucho más que ver con la erradicación de coca en la Macarena (una operación abierta e impredecible).
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Mis reacciones (letrados III)

Primero quisiera hacer referencia a un comentario de Adán: “son los compromisos adquiridos y las ambiciones personales de los funcionarios, ex-funcionarios o aspirantes… lo que me hace darles más credibilidad a los “letrados” que a los primeros”. Habría que preguntarle a Adán si sabe algo acerca de la ocupación actual de Santiago Gamboa, o del trabajo anterior de Laura Restrepo; o si recuerda cuantos letrados han sido embajadores o cónsules a sueldo; o si sabe de la fascinación de Garcia Márquez por el poder. En mi opinión, los letrados no son más independientes del poder que los tecnócratas. No me atrevería, sin embargo, a descalificar su opinión por este simple hecho. Adán parece apoltronado, cómodamente dispuesto, en la superioridad moral que ha escogido para sí. Como si él mismo (y la izquierda en general) tuvieran el monopolio exclusivo de la independencia intelectual.

Otras de las posiciones reflejan un nihilismo anti-positivista exagerado: los datos siempre se manipulan, las cifras constantemente se tergiversan, la estadísticas son mentiras, simples estratagemas de manipulación. Por lo tanto, según algunos comentaristas, es imposible dar una discusión sobre bases objetivas. Solo cabría, entonces, confiar en los que opinan como uno. Apelar al olfato. Desconfiar del contrario. En mi opinión, este tipo de posiciones, este escepticismo a ultranza, se presta para la charlatanería. Si todo es metafísica, para hablar en los términos del filósofo Karl Popper, entonces todo vale. Afortunadamente, creo yo, existen hechos falsificables, contrastables con la evidencia, y existen muchos hombres y mujeres honestos que se dedican a esta importante tarea.

Quisiera pasar ahora a un punto de Jaime Ruiz, quien establece una sutil diferencia entre los ignorantes y los manipuladores. Su pregunta es interesante: ¿creen Laura Restrepo o Antonio Caballero en la veracidad de sus opiniones o son simplemente mentirosos profesionales, dados a la tarea de promocionar un discurso que les asegurará (a ellos y a sus pratrocinadores) los privilegios de siempre? La distinción, repito, es sutil e interesante pero es, al mismo tiempo, equivocada. Desde hace décadas, los psicólogos han venido estudiando los poderosos métodos de autoengaño de los seres humanos. El fenómeno se conoce como disonancia cognitiva y permite entender, entre otras cosas, porque las primeras víctimas de las falacias de los letrados son ellos mismos: están convencidos de lo que dicen, sólo leen a quienes piensas como ellos, y sólo confían de sus pares ideológicos. No creo en las teorías de conspiración que postula Jaime: aparentemente ya no es la CIA sino la inteligencia de izquierda la culpable de todos nuestros males.

Este proceso de contagio discursivo, de abrir la mente a opiniones contrarias, es complicado. Estoy dispuesto a aceptar que algunas de las opiniones de los letrados han sido valerosas y han desencadenado cambios positivos. Creo en la importancia de la crítica: yo lo ejerzo a menudo. Pero mi pedido es solo uno: no caigamos en el miserabilismo instintivo.

Gracias a todos por haber hecho de esta conversación un ejemplo de civismo e inteligencia.

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Comentarios a los comentarios (o los letrados II)

1. Muchas gracias a los corresponsales que han hechos de este debate sobre “Los letrados” un ejemplo de ponderación intelectual y madurez argumentativa. Así da gusto discutir.

2. Quisiera comenzar con una aclaración. Tal vez mi columna no fue suficientemente clara, quizás mis argumentos no fueron adecuadamente explícitos, así que cabe insistir en un punto fundamental: estoy en favor de Eduardo Posada y en contra de Laura Restrepo (y sus colegas). Son los excesos de los segundos, no los argumentos del primero los que quise controvertir. Mal haría en tratar de encontrar un punto intermedio, en ubicarme cómodamente en la mitad del camino, en refugiarme en una posición tibia y falsamente conciliadora. Como dijo alguna vez un político texano, “en la mitad del camino sólo hay líneas amarillas y armadillos estripados”.

3. El argumento de Carlos Cely es interesante porque resume el meollo de la discusión. Para Carlos, no hay verdades absolutas, cada quien es dueño de la suya, y las posiciones de cada cual son igualmente válidas. Este argumento sería defendible si lo que estuviera en discusión fueran asuntos éticos o juicios morales (Pj. La legalización del aborto, la eutanasia, la pena de muerte) pero si lo que está en debate son los hechos, los simples datos del mundo, existen opiniones ciertas y opiniones falsas. La verdad, como dijo alguna vez Milan Kundera, no es democrática. La cobertura educativa es una sola, no existen tantas coberturas educativas como opiniones al respecto.

4. Lo ideal sería que pudiéramos hacer una valoración objetiva de los hechos sociales, que fuéramos capaces de ponernos de acuerdo sobre la empiría del asunto, para poder entonces entablar una discusión, ya sí ideológica, pero al mismo tiempo informada, sobre las políticas. Lo que no conviene es mezclar la discusión factual con el debate político, lo positivo con lo normativo, pues lo que sucede, entonces, es un diálogo de sordos, como el que tenemos (padecemos, diría yo) todos los días.

5. El argumento de mi colega de los Andes es más exótico. En su opinión, las elites colombianas no son sólo egoístas e indiferentes, sino que su misma condición de elites, su encumbramiento en el estrato 6, para decirlo de alguna manera, les impide gobernar. Argumenta el contradictor que las elites experimentan una forma de anti-empatía tecnocrática, de desconocimiento intrínseco acerca de lo que quieren y necesitan los pobres. Este tipo de paranoias infundadas, de antielitismo de cajón, no conduce a ninguna parte. Creo que deberíamos abandonar la dicotomía eterna de “elites” y “no elites” para pasar a la única disyuntiva relevante: “buenos” o “malos gobernantes”.

6. No quiero negar la magnitud de nuestras desigualdades, ni el tamaño de nuestros problemas. He dedicado mi vida profesional a estudiarlos, he publicado decenas de artículos y varios libros sobre el tema. Creo que los juicios absolutos y el discurso personalista (que mi colega e llos Andes equivocadamente cree ver en el informe del Banco Mundial) constituyen una forma adicional de fracaso. Para repetir un mensaje ya reiterado, sólo si somos capaces de valorar el pasado, con todo lo bueno y todo lo malo, seremos capaces de edificar el futuro.

7. Me gustaría terminar con una frase de Joseph Conrad. “Para que la vida sea ancha y llena tiene que mantener el cuidado del pasado y del futuro en cada momento del presente”.

8. Gracias de nuevo a todos por la interesante discusión.

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Los letrados

La semana anterior, en su columna de El Tiempo, el historiador Eduardo Posada Carbó fustigó las opiniones rotundas de la novelista Laura Restrepo sobre la realidad nacional. Pero la crítica de Posada, su denuncia del miserabilismo intelectual y su insistencia en la necesidad de una valoración objetiva de nuestro progreso (o retroceso) institucional y social, podría fácilmente generalizarse, copiarse en el sentido electrónico del término, a muchos de nuestros literatos (letrados los llama Posada, más una alusión a la materia prima de su oficio que una aceptación de su sabiduría). Cuando Laura Restrepo plantea su manida tesis sobre los dueños eternos del poder y el consecuente fracaso del Estado, “la gente que figura es la que pertenece a cierto estrato económico y el resto es una gran masa anónima”, simplemente está sumando su voz al coro miserabilista entonado por sus colegas con rabiosa indignación.

Basta repasar los escritos políticos de William Ospina, expansivos en su prosa pero reduccionistas en su mensaje; o leer las opiniones políticas de Santiago Gamboa, menos elocuentes pero igualmente panfletarias; o examinar los juicios absolutos de Oscar Collazos (“las soluciones de Estado no han sido beneficiosas. Atizaron el fuego de la guerra, estimularon el crecimiento de la pobreza, y precipitaron el éxodo de campesinos hacia las ciudades”); o revisar los diagnósticos rotundos de Daniel Samper Pizano (“todos sabemos que este no es un país sino un club manejado por un puñado de familias y una oligarquía cada vez más rica”); basta, en últimas, con estudiar las opiniones de la mayoría de nuestros letrados para comprobar la pertinencia de la crítica de Posada. Quizás por desconocimiento involuntario, o tal vez por una forma de desidia intelectual, pereza antipositivista podría uno llamarla, los protagonistas de esta columna insisten en negar la posibilidad de cualquier progreso social cuando, al menos desde una perspectiva de largo plazo, los avances son evidentes. Cabría mencionar, por ejemplo, la mejoría sistemática de los índices de desarrollo humano, la expansión de los servicios públicos, el crecimiento de la seguridad social, la generalización de los mecanismos de solidaridad, el aumento del gasto social, etc.

Probablemente las críticas de los letrados, su denuncia de nuestras muchas lacras sociales, serían mucho más eficaces si estuviesen acompañadas de un interés positivista por los hechos y de una curiosidad académica por el trabajo de politólogos, sociólogos y economistas de todas las tendencias. Especialmente si los novelistas, como lo afirma sin ambages Santiago Gamboa, aspiran a convertirse en los relatores de nuestra historia secreta, en los reporteros de la verdad escondida. Pero no es repitiendo lugares comunes como se revela la verdad social. Al menos sociológicamente hablando, nuestros émulos de Balzac todavía están muy lejos de, digamos, Tom Wolfe.

Hace ya casi 50 años, en 1959, C. P. Snow publicó un libro con el sugestivo título de las Dos culturas, la literaria y la científica, en el cual censuraba el monopolio de los intelectuales literarios sobre los grandes temas de la sociedad y denunciaba la ignorancia de muchos letrados, quienes, en su opinión, podían opinar con irresponsabilidad factual gracias al proteccionismo intelectual que les brindaba el mundo literario. Proféticamente, las opiniones de Snow describen con precisión los excesos de nuestros literatos. O mejor, sus extravíos factuales cuando asumen el papel de opinadores.

Uno esperaría que los letrados trataran los problemas de la sociedad con la misma veneración con la que estudian las complejidades del alma humana. Pero ese no es el caso. Simplemente muchos escritores de primera son opinadores de segunda: repetidores de ideas preconcebidas, editorialistas con piloto automático que confunden los hechos con la ideología.